Evolución y causas segundas. Una propuesta de superación del cientificismo y del creacionismo
Evolution and Secondary Causes. A Proposal to Overcome Scientism and Creationism
José María Tejedor
CEOP, Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, Buenos Aires, Argentina
jtejedor@unsta.edu.ar
ORCID: 0000-0002-6202-1240
DOI: https://doi.org/10.53439/stdfyt55.28.2025.81-102
Resumen: Este trabajo se propone responder a una cuestión compleja y de gran relevancia en el ámbito de la filosofía y la religión: ¿es posible establecer un diálogo fructífero entre la doctrina de santo Tomás de Aquino y la teoría de la evolución? Para tal fin, se seguirá una metodología rigurosa y sistemática. En primer lugar, se llevará a cabo una síntesis del concepto de evolución. En segundo lugar, se abordará la existencia de dos tendencias de cierto peso cultural que proponen visiones extremas y reduccionistas acerca del asunto: el cientificismo antirreligioso y el creacionismo antievolucionista. Por último, se explorará la compatibilidad o incompatibilidad entre las ideas de Darwin y santo Tomás. Para este propósito, se recurrirá a los argumentos expuestos por el destacado paleontólogo británico Simon Conway Morris, quien defiende la posibilidad de establecer una convergencia entre la teoría de la evolución y la noción de creación.
Palabras clave: creación, evolución, religión, ciencia, Darwin, Tomás de Aquino, Simon Conway Morris
Abstract: This paper aims to address a complex and highly relevant question in the fields of philosophy and religion: Is it possible to establish a fruitful dialogue between the doctrine of Saint Thomas Aquinas and the theory of evolution? To this end, a rigorous and systematic methodology will be followed. First, a synthesis of the concept of evolution will be provided. Second, the existence of two culturally significant trends that propose extreme and reductionist views on the matter will be addressed: anti-religious scientism and anti-evolutionary creationism. Finally, the compatibility or incompatibility between the ideas of Darwin and Thomas Aquinas will be explored. For this purpose, the arguments presented by the prominent British paleontologist Simon Conway Morris will be examined, as he defends the possibility of establishing a convergence between the theory of evolution and the notion of creation.
Keywords: creation, evolution, religion, science, Darwin, Thomas Aquinas, Simon Conway Morris
Recibido: 04/05/2024
Aceptado: 16/08/2024
La teoría de la evolución
Veintidós años después de un viaje de cinco años a bordo del HMS Beagle comandado por el capitán Fitz Roy alrededor de Sudamérica, Oceanía y el Cabo de Buena Esperanza en África, Charles Darwin publicó el 24 de noviembre de 1859 El origen de las especies. Con esta publicación cambiaría la historia de las ciencias biológicas. Allí describe la evolución como el proceso por el cual las especies cambian a lo largo del tiempo a través de la selección natural. Según Darwin, las especies más aptas para sobrevivir y reproducirse son las que tienen más probabilidades de transmitir sus características genéticas a las siguientes generaciones. Estos cambios pueden acumularse a lo largo de varias generaciones y dar lugar a la formación de nuevas especies. En esta obra, Darwin describe la evolución como “el resultado de la selección natural, la preservación de las variaciones útiles y la eliminación de las variaciones perjudiciales” (p. 80). En resumen, la evolución es un proceso gradual y continuo que se produce a lo largo de extensos períodos de tiempo y que es impulsado por la selección natural. Tres son los conceptos fundamentales que Darwin expone en su libro. En primer lugar, que en cualquier población de animales surgen variaciones entre los individuos de la misma especie. Es lo que se llamó el principio de variación. En segundo lugar, que los herederos se parecen más a sus padres que a otros individuos con los que no están emparentados, el principio de la herencia. Por último, el principio de la selección hace referencia a que algunas formas de vida logran sobrevivir y otras no y esto sucede en diferentes entornos (McGrath, 2016).
Este último es el punto fundamental de la teoría darwiniana y lo que la distingue de otras teorías como la de Lamarck: el mecanismo de la selección natural como aquel que permite avanzar a la evolución. Estos núcleos eidéticos de la teoría darwiniana siguen estando vigentes a pesar de los cambios introducidos en el siglo XX, fundamentalmente relacionados con la genética mendeliana y la biología molecular.
La idea del mecanismo de selección natural surge en Darwin luego de estudiar la selección artificial que hacían los criadores de palomas para lograr individuos mejor dotados. Si los seres humanos podíamos hacer que surjan en pocos años variaciones importantes en la descendencia de individuos de la misma especie, ¿no podría haber un mecanismo similar en la naturaleza que permitiera explicar el parecido de los restos fósiles encontrados, por ejemplo, en la Patagonia, con los animales actuales de dicha región?
En su viaje en el Beagle, Darwin había observados fósiles de gliptodontes que databan del cuaternario que, si bien de tamaño eran mucho mayores, en su estructura eran muy parecidos a las mulitas y peludos actuales. Esto sugiere una transformación de las antiguas especies en las nuevas a lo largo de miles de años (De Asúa, 2015).
Ahora bien, en la cría de palomas o de cualquier otro animal la selección, la elección de las variaciones, la va haciendo el criador. ¿Quién realiza este papel en la naturaleza? Responde Darwin (1859/2003):
¿Puede entonces parecer improbable, en vista a que han ocurrido indudablemente variaciones útiles al hombre, que otras variaciones útiles de algún modo a cada ser en la grande y compleja batalla de la vida ocurran en el curso de muchas generaciones sucesivas? Y si ocurren ¿podemos dudar (recordando que nacen muchos más ejemplares de los que pueden sobrevivir) de que los ejemplares que tengan alguna ventaja, por leve que sea, sobre otros tendrán las mejores probabilidades de vivir y dejar descendientes semejantes? Por otra parte, podemos estar seguros de que cualquier variación que sea perjudicial en el más ínfimo grado sería rígidamente destruida. Esta preservación de diferencias y variaciones individuales favorables y la destrucción de las perjudiciales es lo que yo he llamado selección natural o supervivencia de los más aptos. (p. 40)
La lucha por la existencia, basada en los principios de Th. Malthus, fue la idea rectora del argumento darwiniano. Las poblaciones suelen aumentar, los recursos son escasos, por lo tanto los más aptos son aquellos que sobreviven. Darwin utilizó este argumento aplicado a la selección a partir de los cambios aleatorios que ocurren en la naturaleza.
Sin embargo, ¿se puede extraer de estas ideas de Darwin, como hacen algunos autores contemporáneos, el fundamento contra la idea de providencia divina, o directamente la negación de la existencia de Dios? El mismo Darwin no se presenta muy belicoso al respecto. En El origen de las especies afirma:
Hay grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes facultades, fue originalmente alentada por el Creador en unas cuantas formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un comienzo tan sencillo, infinidad de formas cada vez más bellas y maravillosas. (1859/2003, pp. 805-806)
Y en El origen del hombre sostiene:
Debemos, sin embargo, reconocer, según me parece, con todas sus nobles cualidades, con la simpatía que siente por los más degradados de sus semejantes, con la benevolencia que hace extensiva, no ya a los otros hombres, sino hasta a las criaturas inferiores, con su inteligencia semejante a la de Dios, con cuyo auxilio ha penetrado los movimientos y constitución del sistema solar –con todas estas exaltadas facultades– lleva en su hechura corpórea el sello indeleble de su ínfimo origen. (1871/1973, p. 77)
Ambas citas reflejan, por un lado, una idea muy común en la Inglaterra decimonónica, la postura deísta, que reconocía la existencia y el rol creador de Dios, pero en una perspectiva puramente filosófica, una suerte de religión natural. Pero por otro lado nos reflejan a un Darwin con sensibilidad religiosa, lejos de la caricatura del ateo belicoso. El historiador John Brooke (1991) afirma que el camino espiritual de Darwin debe ser leído como una transición desde una teología natural que descansaba en la intervención activa de Dios en el momento de la creación, tal como se planteaba en los escritos de W. Paley, hasta una teología natural en la cual Dios opera a través de sus leyes. Es importante no omitir que la muerte de su hija Anne Elizabeth (Annie) a la edad de diez años fue un momento decisivo en su vida emocional y religiosa. Darwin quedó profundamente afectado por la pérdida y comenzó a alejarse aún más de la fe cristiana.
Sin embargo, esto no significa que sus publicaciones no generaron controversias. Las primeras disputas se remontan a 1860, cuando tuvo lugar el famoso debate entre el darwinista Thomas Huxley y el obispo anglicano Samuel Wilberforce. Otro hito de esta polémica es el libro del teólogo americano Charles Hodge, What is Darwinism? (1874), donde identifica al evolucionismo con un naturalismo ateo. Mucho más cerca en el tiempo, en 1986, Richard Dawkins publicará El relojero ciego, en donde utiliza la evolución como un ariete a favor del ateísmo militante. Una de las últimas batallas públicas de este debate se dio en el ámbito educativo-judicial. Un juez de Arkansas se vio obligado a decidir si la llamada biología creacionista era o no ciencia y por lo tanto podía ser enseñada en las escuelas. La decisión del juez eliminó al creacionismo de la currícula escolar al no considerarla una ciencia (Marcos, 2010).
Sin embargo, estamos convencidos de que todas estas controversias pueden comprenderse bajo el paradigma de la complejidad de las relaciones entre ciencia y religión. Este paradigma sostiene que, dadas las diversidades y sutilezas de los encuentros históricos entre ciencia y religión, se impone un modelo de complejidad que reconozca que no todo ha sido paz o guerra entre ciencia y cristianismo. Es conveniente dejar a la historia develar la complejidad de la vida real y resistir la tentación de convertirla en un instrumento apologético. Como dice John H. Brooke (1991) en la introducción de su libro Science and Religion. Some Historical Perspectives:
La investigación seria en la historia de la ciencia ha puesto de manifiesto una relación tan extraordinariamente variada y compleja entre ciencia y religión en el pasado que resulta difícil sostener tesis generales. La complejidad es la verdadera lección que se impone. (p. 8)
Consideremos ahora dos grandes posturas: la primera, que ha visto en Darwin y su teoría de la evolución a un aliado para demoler las creencias religiosas de la civilización occidental, y la segunda, que la ve como un enemigo de la fe al cuál debemos enfrentar por presentarse como la causa central del ateímo contemporneo. Expondremos primero las principales fuentes del cientificismo antirreligioso.
Cientificismo antirreligioso
Como acabamos de ver, la idea de selección natural y supervivencia del más apto ha sido uno de los puntos más conflictivos de la teoría darwiniana para entrar en diálogo con la idea de creación. Es cierto que desde el principio la teoría de la evolución constituyó un desafío al cristianismo ya que puso en tela de juicio, al menos aparentemente, muchos de sus dogmas centrales. La idea de un Dios que crea el mundo con un fin determinado se oponía a la idea de la existencia de pautas meramente naturales como principios del proceso evolutivo. La naturaleza de Darwin podría ser interpretada como una guerra sangrienta, un combate sin cuartel, donde los más débiles perdían y eran eliminados sin misericordia (De Asúa, 2009).
Desde el comienzo, dos biólogos muy influyentes fueron particularmente radicales. En primer lugar el inglés Th. Huxley, a quien bautizaron como el bulldog de Darwin por su defensa del ateísmo científico. Pero quien se destacó en el ataque a la religión fue el biólogo alemán Ernst Haeckel. Las conferencias de Haeckel en Berlín se celebraron durante tres días en abril de 1905 en la Sing-Akademie y tuvieron un espectacular impacto público. En ellas, Haeckel trató la confrontación entre evolución y dogma, las evidencias a favor de una evolución humana dentro de los primates y, finalmente, la controversia sobre la existencia de un alma inmortal. El libro que recoge las conferencias contiene un post scriptum sugerente: “Evolución y jesuitismo” (Haeckel, 1906). Aquí Haeckel reconoce como un triunfo de la ciencia que los principales oponentes, las iglesias, tratan de reconciliarse con la evolución (Peteró y Catalá, 2016).
Los más famosos representantes de estas ideas en la actualidad son los partidarios del llamado Nuevo Ateísmo. Estos autores, con fines netamente propagandísticos, utilizaron la tesis darwiniana de la selección natural para negar la providencia divina. Posiblemente el argumento más famoso al respecto es el expuesto por Richard Dawkins (1986/2007b) en El relojero ciego. Por qué la evolución de la vida no necesita de ningún creador, una verdadera apología del ateísmo usando como ariete la teoría de la evolución. Uno de los fragmentos más citados es el siguiente:
La selección natural, el proceso automático, ciego e inconsciente que descubrió Darwin, y que ahora sabemos que es la explicación de la existencia y forma de cualquier tipo de vida con un propósito aparente, no tiene ninguna finalidad en mente. Carece de mente e imaginación. No planifica el futuro. No tiene ninguna visión, ni previsión, ni vista. Si puede decirse que cumple una función de relojero en la naturaleza, ésta es la de relojero ciego. (p. 21)
Esta afirmación, esgrimida por otros intelectuales anti teístas como Daniel Dennett, era la argumentación decisiva del aparente conflicto entre ciencia y fe: Dios no era necesario para explicar la existencia de la vida. “A pesar de que el ateísmo pudo haber sido lógicamente defendible antes de Darwin, Darwin hizo posible ser un ateo intelectualmente satisfactorio” (Dawkins, 2007a, p. 6).
Según Dennett (1999), al proponer el mecanismo de la selección natural, Darwin confirmó también el nihilismo. Nada podría ya considerarse sagrado por la sencilla razón de que nada tendría sentido. El bondadoso Dios de las religiones monoteístas que amorosamente nos ha creado (a todas las criaturas, grandes y pequeñas) y que, para nuestra delicia, ha esparcido por el cielo las brillantes estrellas, ese Dios es, como papá Noel, un mito de la infancia, y no algo en lo que un adulto en su sano juicio y no desesperado pudiera realmente creer. Ese Dios debe convertirse en un símbolo de algo menos concreto o ser abandonado por completo.
Estos autores sostienen un ateísmo especialmente radical, no buscan simplemente negar a Dios, sino que rechazan que la existencia de Dios sea un problema. De la misma manera que la existencia de los duendes o las hadas no constituyen un problema a resolver para la ciencia, la existencia de Dios no necesita siquiera ser planteada. Según ellos la misma biología, en particular la teoría de la evolución, ofrecen bases muy consistentes para explicar los motivos por los cuales habría surgido la idea de Dios en la mente primitiva de los hombres.
En la misma línea el filósofo norteamericano Sam Harris (2005), autor del best seller The End of Faith sostiene que “La perversa maravilla de la evolución es que el mismo mecanismo que ha creado la increíble belleza y la diversidad del mundo viviente garantiza al mismo tiempo monstruosidad y muerte” (p. 172) y que por lo tanto es imposible admitir la idea de un Dios bueno y creador del mundo con la maldad que existe en él. En definitiva, es una reedición de las antiguas perplejidades de Epicuro, el problema del mal y la existencia de Dios reformulado, entre otros, por Hume (1779/1993): “¿Está Dios dispuesto a prevenir el mal, pero no puede? Entonces no es omnipotente. ¿Puede, pero no está dispuesto a querer? Entonces es malévolo. ¿Puede y quiere? Entonces, ¿de dónde viene el mal?” (p. 100).
Creacionismo antievolucionista
En el otro extremo, las diversas formas de creacionismo se han visto amenazadas por los planteos evolutivos y han reaccionado fuertemente. Uno de los principales opositores tempranos a la teoría de Darwin por motivos religiosos fue Charles Hodge (1797-1878), presidente del Seminario Teológico de Princeton en los Estados Unidos y uno de los teólogos más importantes de su época. En el año 1874 escribió un libro llamado ¿Qué es el darwinismo?, donde identificaba la obra de Darwin como parte de un programa naturalista que excluía a Dios del mundo vivo y en particular la negación del diseño de la naturaleza. Hodge no tenía matices: o Dios o Darwin (De Asúa, 2009). Esta línea fue conocida históricamente como creacionismo. Es importante aclarar qué entendemos por creacionismo. En un sentido amplio, un creacionista es alguien que cree en un dios que es creador absoluto del cielo y de la tierra, a partir de la nada, por un acto libre. Cristianos, judíos y musulmanes son creacionistas en este sentido. Generalmente se les conoce como “teístas”.
Para los fines de este artículo nos centraremos en un sentido más restringido de creacionismo, el sentido que uno encuentra normalmente en la literatura fundamentalista de los Estados Unidos desde principios del siglo XX hasta la actualidad. Aquí, el creacionismo significa tomar la Biblia, particularmente los primeros capítulos del Génesis, como guía literalmente verdadera de la historia del universo y de la historia de la vida, que nos incluye a nosotros, los seres humanos, aquí en la Tierra. El creacionismo en este sentido más restringido conlleva una serie de creencias. Estas creencias incluyen considerar un tiempo breve transcurrido desde el inicio de todo, por lo cual sus partidarios son llamados “creacionistas de la Tierra Joven”. La creación milagrosa de toda la vida incluye al Homo sapiens, la inundación en todo el mundo en algún momento después de la creación a la cual solamente un número limitado de seres humanos y animales sobrevivió y otros acontecimientos que se consideran históricos como la Torre de Babel y la conversión de la mujer de Lot en una estatua de sal (Ruse, 2016).
Parece ser que la naturaleza azarosa y aleatoria de la evolución mediante la selección natural es incongruente con la idea de creación. ¿Cómo podría ser compatible la idea de un Dios creador que todo lo prevé́, con una teoría que presenta una reducción naturalista? Por esto mismo, grupos religiosos de tradición cristiana, que veían en la evolución una amenaza real a la visión teísta del mundo solidificaron una postura a la cual se denominó “creación episódica” (Carroll, 2000). Esta sostiene que la gran diversidad de los seres vivos es el resultado de intervenciones divinas específicas; que Dios, por ejemplo, produjo de manera directa, sin intermediarios, los diferentes tipos de minerales, plantas y animales que existen. El filósofo norteamericano Alvin Plantinga (1991) sostenía, por ejemplo, que argumentar que Dios creó al hombre, así como los muchos tipos de plantas y animales, por separado y por actos especiales, es más probable que la tesis de una ascendencia común.
En la actualidad este movimiento se ha ido transformando en lo que se conoce como Intelligent Design (DI). Sus partidarios sostienen que el darwinismo no es efectivo, al menos en la medida en que pretende considerar superflua o innecesaria una referencia directa a un diseñador o algo similar. Una comprensión completa del mundo orgánico exige la invocación de algún tipo de fuerza más allá de la naturaleza, una fuerza que tiene un propósito, o al menos, el propósito de crear algo.
El DI sostiene que se pueden utilizar argumentos científicos para demostrar que detrás de todo sistema existente se puede hallar la presencia de una inteligencia diseñadora. William Dembski, uno de los estudiosos más activo del movimiento sostiene en una entrevista:
El Intelligent Design […] busca señales de diseño en el mundo natural y, como tal, no se preocupa de la naturaleza última de la inteligencia. Muestra que existe una inteligencia detrás del mundo, pero no intenta conectar esa inteligencia con una doctrina religiosa en particular. (en Arroyo y López, 2007)
La herramienta metodológica que emplea el DI para encontrar esas señales es la “inferencia de diseño”. En la misma entrevista Dembski afirma:
La inferencia de diseño dice esencialmente que algunas coincidencias son demasiado poco probables como para atribuirlas al azar y por tanto deben atribuirse a una inteligencia diseñadora. Un ejemplo que empleo a menudo es el de la búsqueda de inteligencia extraterrestre. Si se detecta una señal de radio del espacio exterior que proporciona una lista de números primos (números divisibles tan solo por sí mismos y por la unidad), podría ser naturalmente atribuida al diseño. ¿Por qué? Por dos razones: es compleja y por tanto no es fácilmente reproducible por azar; y corresponde además a un patrón identificable e independiente (en este caso un patrón tomado de las matemáticas). La inferencia de diseño explota esta coincidencia entre patrones independientes identificables y un suceso altamente improbable de otras maneras.
Las causas segundas en santo Tomás de Aquino
Entendemos que las posturas de evolucionistas anticreacionistas y creacionistas antievolucionistas se generan, entre otras razones, por una mala comprensión de la metafísica que subyace a la doctrina de la creación. Santo Tomás de Aquino aporta una luz especial sobre este problema que ayuda a comprender de qué manera evolución y creación pueden ser compatibles: la doctrina de las causas segundas.
Para santo Tomás, el obrar de Dios en el mundo se da de diferentes formas. Sin duda es capaz de obrar directamente y producir efectos inmediatos en el mundo material, pero no es la manera más común. Dios participa una eficacia causal en el orden creado por él (McGrath, 2016).
Para esclarecer esta visión de Tomás hemos decidido profundizar en el capítulo 69 del libro III de la Suma contra Gentiles. En este capítulo el autor desarrolla una disputa contra una serie de autores que intentan atribuir toda capacidad causal a Dios quitándole al mundo natural su capacidad de ser causa. Se opone a la idea de que Dios es la única causa eficiente en el mundo natural, y sostiene que las cosas creadas tienen su propia capacidad causal, que es una participación en la causalidad divina. El autor defiende que Dios es la causa primera y principal de todas las cosas, pero que no actúa en el mundo natural de una manera directa e inmediata, sino a través de las causas segundas.
Santo Tomás de Aquino argumenta que, si Dios fuera la única causa eficiente en el mundo natural, no tendría sentido hablar de las causas segundas, como las causas naturales y los agentes humanos. Dios creó el mundo con un orden y una estructura que permite que las cosas tengan su propia causalidad y operen de acuerdo a sus propias leyes naturales. De esta manera, Dios actúa en el mundo de una manera indirecta, pero efectiva, permitiendo la libre acción de las causas segundas.
En este capítulo se opone principalmente a dos autores: los filósofos islámicos Avicena (Ibn Sīnā) y Algazel (Al-Ghazali), que defendían la idea de que Dios es la única causa eficiente en el mundo natural y que las cosas creadas no tienen su propia capacidad causal. Esto se conoce como voluntarismo teológico.
Avicena sostenía que Dios es la única causa eficiente en el mundo, y que las cosas creadas no tienen su propia causalidad. En su obra El libro de la cura, escribe lo siguiente: “el acto de producir el efecto, en todo lo que no es Dios, es una necesidad que se les impone, y no es algo que hagan de manera voluntaria y deliberada” (I, 6, 4). En otras palabras, para Avicena, las cosas creadas no tienen su propia capacidad causal, sino que actúan de manera necesaria y determinada por la acción de Dios.
Algazel, por su parte, argumentaba que las causas naturales y las causas segundas no tienen un verdadero poder causal, sino que su eficacia se debe a la voluntad divina. En su obra Las incoherencias de los filósofos escribe lo siguiente: “la acción del fuego al quemar, por ejemplo, no es la causa de la quemadura, sino que es Dios quien quema por medio del fuego” (III, 17). Para Algazel, las causas segundas no tienen un poder causal autónomo, sino que su eficacia se debe a la voluntad divina. En otras palabras, Dios es la única causa eficiente en el mundo natural, y las causas segundas no tienen un papel causal independiente.
Santo Tomás de Aquino se opone a estas ideas y defiende que las cosas creadas tienen su propia capacidad causal y que operan de acuerdo a sus propias leyes naturales, que son una participación en la causalidad divina. Para el autor, Dios actúa en el mundo de una manera indirecta, a través de las causas secundarias, permitiendo la libre acción de las causas naturales y los agentes humanos.
En la Suma contra los gentiles, Tomás escribe lo siguiente:
Es claro que todo agente natural obra en virtud de su propia forma, y no en virtud de la forma del agente superior, como si ésta fuera impresa en él como en una materia pasiva. (III, 71, 4)
En otras palabras, las cosas creadas no son meros instrumentos pasivos en manos de Dios, sino que tienen una capacidad causal propia que les permite actuar de acuerdo con sus propias formas y características.
En segundo lugar, santo Tomás critica la idea de que Dios sea la única causa eficiente en el mundo natural y que las causas secundarias no tengan un papel causal independiente. Según el autor, esta idea contradice la experiencia cotidiana y la evidencia empírica: “La experiencia de todos los días muestra que las causas segundas producen su efecto en virtud de la virtud causal que tienen en ellas mismas” (III, 71, 5).
En otras palabras, la experiencia cotidiana muestra que las causas secundarias tienen una capacidad causal propia que les permite producir efectos en el mundo natural, y que esta capacidad no puede ser reducida simplemente a la voluntad divina.
Santo Tomás de Aquino defiende que las cosas creadas tienen su propia capacidad causal y que operan de acuerdo con sus propias leyes naturales. Esta idea de la causalidad secundaria como una prolongación de la causalidad primaria de Dios permite entender la autonomía del orden creado, es decir, que la naturaleza es causa eficiente de sus movimientos intrínsecos. Afirma santo Tomás:
Así, pues, cuando se busca el por qué́ de algún efecto natural, podemos dar razón de él por alguna causa próxima, con tal, sin embargo, de que todo lo reduzcamos a la voluntad divina como a su primera causa. Por ejemplo, si se pregunta: ¿por qué́ se ha de calentar el leño en presencia del fuego?, se dice: porque el calentar es la acción natural del fuego; y esto: porque el calor es el accidente propio del fuego; y esto: porque es efecto de su propia forma. Y así sucesivamente hasta llegar a la voluntad divina. Por eso, si alguien, a quien se pregunta por qué́ se ha calentado el fuego, responde: Porque Dios lo quiso, contesta convenientemente si intenta reducir la cuestión a su causa primera; pero inconvenientemente si intenta excluir las demás causas. (III, 98)
Santo Tomás de Aquino afirma claramente que las cosas del mundo tienen autonomía en sus acciones, lo que significa que son verdaderas causas de sus propios movimientos y cambios. Esto contrasta con la idea del voluntarismo teológico, según la cual todo lo que ocurre sería como si Dios moviera directamente a las cosas como un titiritero mueve a sus marionetas. Por ejemplo, según esta visión, un tigre correría porque Dios lo decide, pero también podría nadar en el océano si Dios así lo quisiera, sin importar su naturaleza. En cambio, para santo Tomás, las cosas actúan de acuerdo con su propia esencia y naturaleza, que son causas creadas por Dios. Sin embargo, Dios sigue siendo la causa primera de todo, ya que la existencia y las capacidades de estas esencias dependen de Él como creador (Zanotti, 2014).
Todo lo que sucede en el mundo físico es el resultado de una cadena de causas y efectos, donde cada efecto se convierte en la causa de otro efecto. De esta manera, cada causa en esta cadena de eventos es a su vez un efecto de otra causa previa, hasta llegar a una primera causa que inició todo el proceso.
La idea de las causas segundas implica que Dios, como la primera causa, no es la única fuerza que actúa en el mundo. En cambio, las causas secundarias son capaces de actuar y de producir efectos en el mundo, aunque siempre dentro del contexto de la cadena de causas y efectos que inició Dios.
Santo Tomás de Aquino creía que esta teoría de las causas segundas era esencial para reconciliar la fe cristiana y la razón filosófica. Al permitir que las causas secundarias actúen en el mundo, Dios no es visto simplemente como un ser sobrenatural que interviene directamente en el mundo físico, sino como el creador y el sustentador del mundo que permite que las cosas sucedan según su propia naturaleza.
En la Suma Teológica, santo Tomás escribe:
En cualquier proceso de generación o de movimiento, hay una serie de causas que se siguen unas a otras. Y en esta serie, la primera causa se llama “causa primera”, mientras que las otras se llaman “causas segundas”. Pero no hay nada que impida que una misma cosa sea causa primera en relación a algo y causa segunda en relación a otra cosa. (I, q. 2, a. 3)
Aquí, santo Tomás explica que las causas secundarias son aquellas que siguen a la causa primera en la cadena de causas y efectos que explican la existencia de las cosas. Además, indica que una cosa puede ser causa primera en relación a algo y causa segunda en relación a otra cosa, lo que significa que la posición de una causa en la cadena de causas y efectos puede variar dependiendo de la perspectiva que se tome.
Frente a esta aporía planteada por anti-evolucionistas y anti-creacionistas, hay razones suficientes para sostener que la filosofía del Aquinate permite una comprensión superadora, entendiendo que la evolución del viviente no se opone necesariamente a la idea de un Dios creador del universo. En este punto no podemos dejar de citar el comentario que santo Tomás hace a la Física de Aristóteles, donde plantea la morfogénesis autónoma de los vivientes y tácitamente la posibilidad de una evolución en la naturaleza:
La naturaleza no es más que la razón de un cierto arte, a ver el arte divino, impreso en las cosas, por el cual las cosas mismas se mueven hacia un fin determinado: como si el artífice que hace una nave pudiera otorgar a los leños que se moviesen por sí mismos para formar la estructura de la nave. (II, 8, 14)
En este punto santo Tomás está comentando el argumento de Aristóteles contra los que decían que la naturaleza no obraba por un fin determinado debido a que no deliberaba. A lo cual santo Tomás lo compara con el arte: así como es evidente que una obra de arte tiene una finalidad y es claro que no posee capacidad deliberativa, de la misma manera la naturaleza obra por un fin. La diferencia según el Aquinate radica en que en el arte el principio de la finalidad es extrínseco, el artista. En cambio, en la naturaleza la finalidad es intrínseca, pero esa finalidad sólo se explica si consideramos que un Artista haya podido dar a la naturaleza la capacidad de construirse a sí misma.
Es importante introducir aquí la distinción del teísmo clásico entre providencia y gobierno. La providencia divina es entendida como un atributo operativo de la naturaleza divina. Este atributo tiene dos características fundamentales, la planificación y la ejecución, también llamadas providencia y gobierno. La planificación refiere al intelecto de Dios y se entiende como un orden o disposición de las creaturas a sus fines. Por el contrario, la ejecución del plan se refiere a la voluntad de Dios. Algunos, como los creacionistas o partidarios del DI, sostienen que Dios ejecuta el plan divino actuando directamente en el universo creado. Santo Tomás, por el contrario, afirma que el plan divino es ejecutado a través de las acciones de las causas creadas (Silva, 2020). De esta manera podemos afirmar que la teoría de la evolución nada dice ni puede decir en el orden de la planificación de la acción divina ya que la ejecución del plan de Dios por medio de las causas segundas puede perfectamente coincidir con la teoría de la evolución.
En el caso de las obras de artes útiles o mecánicas, esto es, la fabricación de instrumentos, ahí es más patente la finalidad propia de la obra. Pero nunca en ellas la finalidad es el artista.
William Carroll (2000) comentando este tema afirma que si nos preguntamos por qué la madera se calienta en presencia del fuego, podemos explicarlo recurriendo tanto a las propiedades de la madera y del fuego. De manera análoga, santo Tomás afirma que si una persona respondiera a la misma pregunta afirmando que es así porque Dios lo quiere estaría diciendo la verdad, si busca llevar la cuestión a su causa primera; pero inapropiadamente, si pretende excluir todas las otras causas. Para Tomás, no hay duda acerca de que hay causas reales en el orden natural. La omnipotencia divina hace no solo que las cosas sean sino también que sean causas. Carroll llega a afirmar que:
Podemos incluso decir que Dios causa que los eventos aleatorios sean eventos aleatorios como tales. El rol de las mutaciones aleatorias en el nivel genético, tan importante para la actual teoría evolucionista, no pone en cuestión el acto creativo de Dios. (p. 295)
En la Suma contra Gentiles, santo Tomás comenta lo siguiente: “Si los efectos no son producidos por la acción de las cosas creadas, sino solo por la acción de Dios, es imposible que el poder de cualquier causa creada pueda manifestarse a través de sus efectos”. Si las cosas creadas realmente no producen efectos, entonces, “la naturaleza de ninguna cosa podría conocerse a través de sus efectos y, así, todo el conocimiento de la ciencia natural nos sería arrebatado” (III, 64 y 69).
Existen unos fragmentos de la obra de santo Tomás que nos gustaría proponer a modo de conclusión ya que de alguna manera sintetizan el núcleo de la cuestión:
Así pues, cuando se busca el porqué acerca de algún efecto natural, podemos dar razón a partir de alguna causa próxima, por más que, sin embargo, reduzcamos todo a la voluntad divina como a su primera causa. Como v.g., si se pregunta “¿por qué el leño se calienta en presencia del fuego?” se dice “porque la calefacción es la acción natural del fuego”. Y esto: “porque el calor es su accidente propio”. Y así sucesivamente, hasta que se arribe a la voluntad divina. Por ello, si alguien responde a quien pregunta por qué el leño se calienta: “porque Dios lo quiso”, responde adecuadamente, por cierto, si intenta reducir la cuestión a su causa primera, inadecuadamente, en cambio, si intenta excluir todas las otras causas. (C. G. III, 97, §171)
Parafraseando a Tomás podríamos preguntarnos ¿cuál es la causa de la evolución? y responder: la causa de la evolución es Dios, si con esto no estamos negando la acción de los mecanismos propios de la evolución sino la causa primera que género esos mecanismos. Con todo esto vemos que santo Tomás aporta una claridad muy particular sobre la forma en que se puede comprender que la idea de creación y la teoría de la evolución no se oponen de ninguna manera porque se manejan en planos diferentes. Un aporte actual a esta visión lo podemos encontrar en la teoría de la convergencia evolutiva de Simon Convay Morris. En el próximo apartado intentaremos introducir su pensamiento.
La convergencia evolutiva de Simon Conway Morris
Simon Conway Morris es profesor de Paleobiología evolutiva en el Departamento de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Cambridge. Desde hace un tiempo viene proponiendo una serie de ideas que nos parece que pueden ayudarnos a actualizar el pensamiento del Aquinate.
Una interpretación típica del evolucionismo antirreligioso consiste en considerar que el puro azar guía los procesos evolutivos. Es famosa la cita de Stephen Jay Gould (1989): si fuera posible rebobinar y volver a tocar la metafórica cinta de la vida tendríamos una biodiversidad muy diferente a los que hoy vemos. Según la idea de Gould, la aparición del ser humano es algo completamente casual, y es altamente improbable que pudiese volver a suceder si la evolución de la vida comenzara nuevamente. Según esta visión, el ser humano es un mero accidente de la historia (Conway Morris, 2009). Morris se enfrentó a los puntos de vista de Gould con su libro The Crucible of Creation. The Burgess Shale and the Rise of Animals (1998), profundizando más adelante en Life’s Solution: Inevitable Humans in a Lonely Universe (2003). También ha combinado la discusión científica con una perspectiva filosófica sobre las implicaciones de estas ideas que enriquecen el debate.
Nuestro autor sostiene exactamente lo contrario que Gould. Según él, la evidencia empírica indica que la evolución de la vida en la tierra sigue carriles estrechos. En palabras propias:
La evolución está constreñida a navegar a través de un paisaje de muy angostas posibilidades y que la línea de viabilidad [cursiva del autor] corre entre inmensas e inhabitables zonas, entre unas áreas de cristalina inmovilidad (donde las estructuras están cerradas dentro de rígidas formas) y otras de grandes regiones de caos no estructuradas, en un constante flujo de inestabilidades. Desde esta perspectiva, la clásica formulación neo-darwiniana de que tendría éxito cualquier paso de evolución que se dé, puede ser sólidamente revertida, argumentando que casi nada tendría resultado. (Conway Morris, 2009, p. 33)
Las pruebas empíricas a la que Conway Morris hace referencia se sintetizan en la llamada teoría de la convergencia evolutiva. Esta teoría se basa en las similitudes estructurales que se han dado en los procesos evolutivos en variedad de seres vivientes con circunstancias ambientales muy distintas. Un caso paradigmático es del llamado ojo de cámara. El ojo humano conlleva un diseño muy especial que maravilló al mismo Darwin. Este diseño aparece en todos los vertebrados como una solución evolutiva a la necesidad de ver. Sin embargo un ojo idéntico ha evolucionado en el grupo de moluscos conocido como los cefalópodos. ¿Qué es lo que se está sugiriendo? Estructuras físicas como la del ojo, pero también otras que citaremos inmediatamente, se repiten en una variedad de seres vivos con circunstancias ambientales tan disímiles que nos llevan a pensar que la evolución repite patrones de forma necesaria y precisa.
Pues bien, yo podría sugerir que la lista de convergencias es elocuente. Estas incluyen el sistema circulatorio y, en especial, el corazón y la aorta; sistemas sensoriales que implican órganos del equilibrio y las llamadas líneas laterales (usadas para detectar cambios de presión en el agua, como en el pez); el esqueleto de cartílagos; un cerebro complejo que permite la manifestación de inteligencia (incluyendo la memoria y el aprendizaje, como también la personalidad, el juego y el sueño); la coloración de la piel, usando cromatóforos; la locomoción bípeda; la estructura de los tejidos en los músculos (nuevamente muy similar a la de un pez) e incluso un pene. (p. 35)
La historia de la evolución manifiesta en reiteradas ocasiones cómo la evolución converge a soluciones similares ante problemas biológicos comunes: tales como volar, nadar y ver. En algunos casos, como el de las alas membranosas en los murciélagos o las emplumadas en las aves, las similitudes tienen una homología profunda subyacente, dado que tanto mamíferos como aves son tetrápodos con extremidades que ya estaban presentes en su antecesor común (lo que es frecuentemente llamado evolución paralela). A continuación proponemos algunos ejemplos de estas convergencias evolutivas.
Los delfines, ballenas y marsopas son mamíferos marinos que han evolucionado a partir de antepasados terrestres. A pesar de esto, han desarrollado formas de cuerpo similares a los de los peces, con cuerpos hidrodinámicos, aletas y colas que les permiten nadar con facilidad en el agua.
Las plantas crasas, como los cactus y las suculentas, han evolucionado para sobrevivir en ambientes áridos y secos. A pesar de que pertenecen a diferentes familias de plantas, han desarrollado características similares, como hojas gruesas y carnosas que les permiten almacenar agua y estructuras especializadas para minimizar la pérdida de agua.
Los calamares, pulpos y sepias son moluscos cefalópodos que han evolucionado a sistemas de propulsión similares, que les permiten nadar y escapar de los depredadores. A pesar de que tienen antepasados diferentes, todos han desarrollado sistemas de propulsión basados en la expulsión de agua a través de un tubo muscular.
Los reptiles, como las tortugas y los cocodrilos, y algunos mamíferos, como los equidnas y los ornitorrincos, han evolucionado para poner huevos en la tierra en lugar de en el agua. A pesar de que tienen antepasados diferentes, han desarrollado características similares para proteger y cuidar los huevos, como la construcción de nidos y la incubación de los huevos.
Estos ejemplos muestran cómo la convergencia evolutiva puede llevar a la aparición de características similares en diferentes linajes evolutivos, a pesar de tener antepasados diferentes y haber evolucionado en diferentes momentos de la historia de la vida.
La evolución no favorece soluciones totalmente arbitrarias, sino que algunas son más probables que otras. La idea es que las leyes naturales fisicoquímicas imponen ciertas limitaciones a lo que es posible, una especie de ajuste fino biológico. Y, de esta forma, la predictibilidad en el proceso evolutivo y en sus resultados entra en escena. Un caso de convergencia donde los implicados están más separados en el árbol de la vida es el de los ictiosauros, reptiles y ballenas, mamíferos que comparten la forma fusiforme. Por supuesto, todos son vertebrados; así que en este sentido todos comparten el mismo plan corporal, aunque la naturaleza de las convergencias en este caso depende de modificaciones muy importantes y diversas. Una de las historias favoritas de Conway Morris, que resulta auténticamente sorprendente, incluye a vertebrados como nosotros e invertebrados diferentes entre sí como los cefalópodos, ejemplificados por los pulpos y calamares y ciertos cnidarios, por ejemplo las cubomedusas, en los que han evolucionado ojos en cámara similares (De Felipe, 2015).
Esta visión de una evolución convergente se aplica también a la existencia de una forma de vida autoconciente e inteligente que es también, de alguna manera, convergente e inevitable:
Toda la vida comparte este código único, pero esta comunidad no ha sofocado los potenciales creativos de la vida, como lo demuestran claramente tanto el registro fósil como la exuberancia del mundo viviente. Sin embargo, a pesar de toda esta exuberancia y estilo, hay restricciones: la convergencia es inevitable, pero, paradójicamente, el resultado no es uno de retornos estériles a temas gastados; más bien, también hay una tendencia patente de mayor complejidad. (Conway Morris, 2003, p. 21)
La complejidad a la que se refiere Conway Morris es, en última instancia, la conciencia humana. Una vez iniciada la vida, la existencia del hombre como consciente de sí mismo y del universo circundante ya no sería una mera coincidencia sino una verdadera inevitabilidad de la evolución. La idea de que la vida tiene nichos que los disitntos seres van ocupando parece fundado en la evidencia fósil. Según Conway Morris, uno de estos nichos es el nicho mental que han ocupado los Homo sapiens, aunque no únicamente ellos, cuervos, delfines y algunos de los grandes simios están apenas unos escalones detrás, ocupando el mismo nicho evolutivo.
Esta convergencia evolutiva puede ser interpretada desde una perspectiva filosófico-metafísica en línea con el planteo del Aquinate sobre las causas segundas. Dios en su planificación o providencia ha dispuesto una forma particular, una serie de estructuras que se repiten en el orden evolutivo y que indefectiblemente, o providencialmente, deberían culminar en el hombre. Lejos está este planteo de acercarse a las propuestas del Diseño Inteligente. El mismo Conway Morris (2009) afirma que: “esta teoría es absurda ya que por un lado es mala ciencia y peor teología” (p. 33).
Conclusión
Después de haber realizado este recorrido podemos concluir que la teoría de las causas segundas sostenida por santo Tomás de Aquino fundamenta una idea de la naturaleza que armoniza la noción de creación y la autonomía de mundo físico. Sería caer en un anacronismo intentar leer en santo Tomás una postura a favor o en contra de la teoría sostenida por Darwin. Sin embargo, lo que sí creemos válido es tender puentes de diálogo entre la doctrina de Tomás y las ciencias naturales. Nos preguntamos al principio de este trabajo, si la teoría de las causas segundas es un marco teórico suficiente para poder dialogar con la teoría de la evolución. Después de recorrer varios pasajes de la obra del Doctor Común y de sus comentadores, creemos responder afirmativamente a esa pregunta. Los aportes de Simon Conway Morris desde la biología nos ayudan a actualizar el pensamiento tomista y a reafirmar la existencia de la evolución y la idea de creación. Y no solo eso, descubrimos también que las ideas de Tomás nos permiten superar la dicotomía planteada por anti-creacionistas que pretenden ver en la evolución el golpe de gracia que da fin al cristianismo; y la de los anti-evolucionistas que sostienen que aceptar la evolución es lo mismo que negar la creación.
La teoría de la convergencia de Conway Morris establece que, a pesar de la diversidad de formas de vida en la Tierra, hay patrones de convergencia evolutiva que resultan en similitudes sorprendentes entre organismos distantes. Esta teoría sugiere que la evolución no es un proceso completamente aleatorio y que ciertas soluciones biológicas se repiten en diferentes linajes evolutivos debido a las limitaciones impuestas por las leyes físicas del universo.
Hay una relación interesante entre la teoría de las causas segundas de santo Tomás de Aquino, la teoría de la evolución de Darwin y la teoría de la convergencia de Morris. Las causas segundas de Aquino y las leyes naturales de Darwin son dos formas de describir cómo las cosas en el mundo físico operan bajo un conjunto de reglas y restricciones. La teoría de la convergencia de Conway Morris también sugiere que hay ciertas restricciones que limitan las soluciones biológicas a disposición de los organismos.
Parafraseando a Plantinga & Tooley (2008), la filosofía y la teología no pueden darse el lujo de mantenerse cerradas en un espíritu de sistema que no dialoga con la ciencia moderna, porque el mundo tal como Dios lo creó está lleno de contingencias. Por lo tanto, no nos limitamos a pensar en ello en nuestros sillones, tratando de inferir a partir de primeros principios cuántos dientes hay en la boca de un caballo; en cambio, echamos un vistazo. Justamente esto es lo que hemos intentado hacer al buscar un diálogo entre la teoría de la evolución de Darwin, la teoría de la convergencia de Conway Morris y las ideas de Aquino sobre el obrar eficiente de las causas segundas.
Una vez más santo Tomás nos ayuda a comprender que fe y razón; ciencia y teología no son incompatibles sino que son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad (Juan Pablo II, 1998).
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