Itinerantes. Revista de Historia y Religión 22 (jul-dic 2025) 8-30
https://doi.org/10.53439/revitin.2025.2.02
La tinta anticlerical en las letras uruguayas: una lectura de Cristina (1885), de Daniel Muñoz1
The anticlerical Ink in uruguayan Letters: a reading of Cristina (1885), by Daniel Muñoz
Sebastian Hernández Méndez
Universidad Católica de Chile
https://orcid.org/0000-0001-9880-0281
s.hernandez.mendez@hotmail.com
Resumen
Este artículo analiza la novela Cristina. Bosquejo de un romance de amor (1885), escrita por el periodista Daniel Muñoz, como un artefacto cultural que refleja e interviene en la reconfiguración del campo religioso en Uruguay durante la década de 1880. En un contexto marcado por las guerras culturales entre liberales, anticlericales, masones, protestantes y católicos ultramontanos, la obra encarna las tensiones ideológicas de una época atravesada por la recomposición de lo religioso y la laicización del Estado. Se argumenta que, leída como discurso performativo, Cristina opera como un dispositivo secularizador orientado a erosionar la legitimidad social y cultural de la Iglesia católica. Más allá de su valor testimonial, la obra ofrece una entrada privilegiada para comprender la sensibilidad anticlerical de sectores ilustrados que concebían el lugar de la religión católica como una cuestión central en la disputa por el destino nacional y la configuración de la sociedad moderna.
Palabras clave: anticlericalismo, literatura, Daniel Muñoz, Uruguay.
Abstract
This article analyzes the novel Cristina. Bosquejo de un romance de amor (1885), written by the journalist Daniel Muñoz, as a cultural artifact that both reflects and intervenes in the reconfiguration of the religious field in Uruguay during the 1880s. In a context marked by cultural wars among liberals, anticlericals, Freemasons, Protestants, and ultramontane Catholics, the work embodies the ideological tensions of a period shaped by the recomposition of religion and the secularization of the state. The article argues that, when read as a performative discourse, Cristina operates as a secularizing device aimed at eroding the social and cultural legitimacy of the Catholic Church. Beyond its testimonial value, the novel provides a privileged entry point for understanding the anticlerical sensibility of educated sectors that viewed the place of Catholicism as a central issue in the struggle over the national destiny and the configuration of modern society.
Keywords: anticlericalism, literature, Daniel Muñoz, Uruguay.
Fecha de envío: 4 de agosto de 2025
Fecha de aceptación: 8 de octubre de 2025
Introducción
En 1885, el joven periodista y fundador del diario liberal La Razón de Montevideo, Daniel Muñoz (1849-1930), dio a conocer su primera y única novela, Cristina. Bosquejo de un romance de amor. Reflejo del caldeado ambiente cultural y religioso que por entonces se vivía en la capital uruguaya, Cristina encarna la “crisis de fe” que atravesaba un sector significativo de la joven intelectualidad del país. Cuando el libro apareció en los escaparates de las librerías, el catolicismo había perdido buena parte de su función legitimante en las prácticas y discursos sociales, y la Iglesia, débil en sus estructuras, se percibía cada vez más amenazada por un Estado en proceso de modernización y laicización. Al mismo tiempo, el racionalismo espiritualista de cuño francés se había consolidado como la ideología hegemónica entre los círculos universitarios. A través del filtro de la razón, la experiencia de lo divino fue intelectualizada y despojada de cualquier “noción mágica”: Jesucristo dejó de ser visto como una figura divina y la religión cristiana se reinterpretó como una ética humanista. Lo sagrado ya no requería intermediarios ni necesitaba expresarse mediante fórmulas dogmáticas. La “crisis de la fe cristiana”, que el historiador de las ideas Arturo Ardao ubicó en la década de 1860, derivó, poco después, alentada por un positivismo antimetafísico, en una “crisis de la idea de Dios” (Ardao 1962). Así comenzaban a consolidarse las bases del mito de la laicidad uruguaya (Da Costa 2009; Da Costa y Maronna 2019; Caetano 2013).
En este trabajo me propongo explorar las tensiones en la recomposición del campo religioso en el Uruguay de la década de 1880, a través del filtro de la novela anticlerical Cristina. En particular, me interesa identificar los principales tópicos que estructuran su discurso anticlerical, contextualizándolos en el marco ideológico de su tiempo. Sostengo que la obra no se limita a una crítica dirigida a la Iglesia católica como institución ni a sus ministros como figuras de poder, sino que apunta a desmantelar un sistema de creencias en su dimensión cultural y simbólica, cuestionando los fundamentos mismos del catolicismo como matriz organizadora de sentido en la sociedad uruguaya. Más aún, Cristina puede leerse como un dispositivo cultural de secularización que participa activamente en los procesos de subjetivación religiosa característicos de una modernidad liberal. Así, la novela no debe ser entendida únicamente como testimonio de época, sino también como una intervención ideológica en la que la ficción sirve a un proyecto político secularizador y anticlerical.
Breve consideración sobre el concepto de “anticlericalismo”
El anticlericalismo es uno de esos términos esquivos, huidizos, que en su liquidez resulta difícil de asir para todo investigador deseoso de aprehender “esencias” conceptuales. Quizás el principal motivo de ello resida en las múltiples formas que ha adoptado a lo largo de la historia. Hay anticlericalismos deístas y ateos, materialistas y espiritualistas, anticlericalismos comunistas, socialistas, liberales y burgueses, anticlericalismos de derechas y de izquierdas, católicos y protestantes. Los hay dentro y fuera de la Iglesia, impulsados por las masas o cultivados por élites ilustradas.2 Más que una doctrina monolítica, el anticlericalismo parece funcionar como un lugar de enunciación desde el cual se interpelan –y combaten– los vínculos entre poder, sacralidad e institucionalidad religiosa. Ante semejante disparidad de posiciones y expresiones, la búsqueda de una definición universal, válida para toda época y contexto, difícilmente resulte productiva. La “culpa” no recae tanto en el término en cuestión como en el objeto opuesto frente al cual se construye: el clericalismo y, en última instancia, la religión misma.
Ahora bien, si hay un punto en común entre quienes se dedican al estudio de lo religioso, es precisamente la constatación de que no existe un consenso definitivo sobre qué es la religión. Por ello, más que una caracterización generalizante, en estas páginas me limitaré a examinar algunas formas específicas que asumió el anticlericalismo en un contexto particular: el Uruguay de las décadas de 1860-1880. Se trata, en efecto, de un marco histórico y geográfico acotado, pero lo suficientemente ilustrativo como para explorar determinadas tensiones entre religión, política y sociedad en clave anticlerical.
Diversas son las fuentes de las que bebe el anticlericalismo europeo y, por extensión, el que se refracta en el Río de la Plata a mediados del siglo XIX. Entre ellas pueden contarse la crítica religiosa de la Ilustración, el filantropismo racionalista, el hegelianismo, el krausismo, así como el positivismo evolucionista y materialista, por mencionar algunas de las corrientes más influyentes (Verucci 2002). En el caso uruguayo, también es posible rastrear los hilos de estos influjos. Sin embargo, conviene advertir que existieron diversas tonalidades anticlericales y que no todos los anticlericalismos se cobijaron bajo un mismo manto cromático. Por ejemplo, el anticlericalismo del joven educador José Pedro Varela en los años sesenta –de corte iluminista, aunque posteriormente marcado por el positivismo– se distingue en sus fundamentos filosóficos del que sostuvo el escritor y político Ángel Floro Costa en la década de 1870, confesado ateo y materialista, o del que encarnaron figuras como el krausista Prudencio Vázquez y Vega o Daniel Muñoz.3 Estas diferencias no deben entenderse como meras posturas individuales, sino como expresiones de un campo discursivo e ideológico más amplio, que admitía tensiones internas sobre el lugar de la religión en la sociedad moderna. Un análisis detenido de estas genealogías ciertamente excede los límites de este trabajo, pero quisiera al menos señalar su relevancia para comprender mejor la configuración del pensamiento anticlerical en el Uruguay decimonónico.4
Más allá de sus matices, el anticlericalismo desempeñó un papel político, social y cultural de primer orden tanto en Uruguay como en otros países iberoamericanos, actuando como una fuerza modeladora de identidades sociales y de género, al tiempo que impulsó la laicización del Estado moderno y contribuyó al proceso más amplio de secularización (Di Stefano y Zanca 2013a: 12-13 y 22). De ahí que resulte plenamente legítimo hablar de una cultura anticlerical en esta época. Superando manifestaciones anteriores, muchas veces carentes de contenido propio y limitadas a una mera actitud reactiva frente al clericalismo, esta nueva cultura desarrolló, en palabras de Roberto Di Stefano y José Zanca (2013a: 19), “un imaginario propio, reproducido en prácticas, rituales, sociabilidades, medios de difusión e instituciones que habilitaron su permanencia y reproducción en el tiempo”.
Orígenes del anticlericalismo criollo en el Río de la Plata
Uno de los aportes más interesantes de la investigación de Roberto Di Stefano ha sido demostrar que el anticlericalismo decimonónico argentino –y, por afinidad, también el uruguayo– no fue simplemente el resultado de una importación ideológica asociada a la masa migratoria liberal, masónica, anarquista y socialista de mediados del siglo XIX, sino que, por el contrario, es posible rastrear un anticlericalismo criollo desde la época colonial y la primera mitad del siglo (Di Stefano 2010: capítulos 1-3). Aunque el aparato represor colonial había logrado mantener la crítica religiosa a un nivel subcutáneo, la blasfemia, la iconoclastia y las expresiones heterodoxas estuvieron presentes en diversas prácticas y discursos durante el régimen de cristiandad. Con el proceso revolucionario se abrieron nuevas y profundas grietas en la cultura religiosa, a través de las cuales pudieron aflorar muchas de las críticas largamente contenidas. Así, junto a las voces que proclamaban la independencia de la Corona, comenzaron a escucharse otras que defendían la tolerancia religiosa, la libertad de conciencia y de expresión.
Temerosos y carentes de fuerza suficiente como para constituirse en una cultura alternativa al catolicismo, los anticlericalismos durante la revolución pueden detectarse, empero, en ámbitos tan diversos como el ejército, la prensa, los colegios y universidades, el teatro y la literatura. Según Di Stefano, esta etapa de la crítica anticlerical estuvo caracterizada por “la idea de que era preciso ‘purificar’ la religión de modalidades que se juzgaban incompatibles con el nuevo orden, lo que abrió un amplio margen para la expresión de ideas críticas” (Di Stefano 2012: 148). En el terreno literario, el autor destaca que se configuró una oposición binaria entre oscurantismo y superstición, por un lado, y el “verdadero” cristianismo –depurado de toda mácula de fanatismo–, por el otro. De este modo, al cura ilustrado y virtuoso se le oponía el cura fanático, lascivo, glotón y perezoso. Otros blancos frecuentes de los dardos anticlericales fueron el enclaustramiento forzoso de las mujeres, el celibato, la castidad y la Inquisición. Obras como Molina (1823), de Manuel Belgrano; Amazampo (1848), del autor anónimo “Un Oriental”; o Les inconvénients du célibat des prêtres (1781), de Jean Gaudin –traducida y adaptada por Manuel de Sarratea y Vicente Pazos Silva bajo el título Observaciones sobre los inconvenientes del celibato de los clérigos (1815)– giraron en torno a esos tópicos. Por la misma época también circularon o se estrenaron varias obras de similar tenor, como La muerte de Sócrates –atribuida a Voltaire–, El triunfo de la naturaleza –adaptación de una obra de Vicente Pedro Nolasco da Cunha–, Les Incas, ou la destruction de l’empire du Pérou, de Jean-François Marmontel, y la célebre Cornelia Bororquia de Luis Gutiérrez (Di Stefano 2012: 148-153).
Concluido el ciclo revolucionario, ya en tiempos de consolidación nacional, el anticlericalismo mutó hacia una crítica más generalizada contra el clero y ciertas órdenes religiosas. Ya no se trataba solamente de denunciar o ridiculizar al cura díscolo y pervertido, sino de cuestionar la condición clerical en sí misma. La Generación del 37 fue aún más lejos cuando apuntó contra la propia religión católica (Di Stefano 2012: 154; Castelfranco 2020). Si bien no todos sus integrantes se alistaron en filas anticlericales –y más de uno las rechazó, como Félix Frías, Luis Domínguez y Juan Thompson (Castelfranco 2019)–, varios de sus miembros, como Faustino Domingo Sarmiento, Juan María Gutiérrez o Vicente Fidel López, se convirtieron en artífices y promotores de la cultura anticlerical argentina en la segunda mitad del siglo XIX.
El anticlericalismo en las primeras letras uruguayas
Por aquella misma época, al oriente del río Uruguay, el discurso anticlerical también encontraba un lugar propio en las letras nacionales. Un caso paradigmático es el del escritor y poeta burlesco Francisco Acuña de Figueroa (1790-1862), autor de la letra del Himno Nacional (Fernández Saldaña 1945: 23-27). En su poesía, los motivos anticlericales giran en torno a la lascivia y avaricia del clero. Un ejemplo de ello se aprecia en su Nomenclatura y apología del carajo, obra que solo dio a conocer a su círculo más cercano por temor a la censura. Allí puede leerse:
La butifarra, el tronco, y la batata,
O el lagarto, le llama cualquier topo
el aquello, o la cosa, la Beata
y el Fraile, la correa y el hisopo.
[…]
El venerable Astete, sin reparo,
Y en verdad que ninguno lo acrimina
No fornicar prescribe en su doctrina
que es decir, no joder hablando claro.
Masturbación... ¡satánico delito!
Clama el predicador; pero un galopo
sigue en la tanda de sobarse el pito.
¿Porqué? porque no entiende aquel piropo (Acuña de Figueroa 1922: 9 y 13).5
El anticlericalismo de Acuña de Figueroa se inscribe dentro una crítica religiosa heterodoxa, sin llegar a ser ni anticristiana ni anticatólica. Sus versos acusan con burla al cura hipócrita que denuncia con una mano lo que hace con la otra, pero no presentan un cuestionamiento al dogma ni a la religión en su conjunto. Su sátira no anticipa las pretensiones más radicales que asumirían poco después algunas voces anticlericales en su intención por forjar una nueva cultura laica y abiertamente crítica de toda religión positiva. Por el contrario, como bien apunta Pablo Armand Ugon (2015), los epigramas de Acuña estaban en conflicto patente con el incipiente proyecto modernizador en el que se sumergía el país. Lo “soez” de su poesía resultaba, para las nuevas generaciones románticas, una manifestación de aquel país “bárbaro” (Barrán 2008) que, según la idea de progreso dominante, debía ser superado.
Un sendero similar, aunque con un estilo muy distinto, atraviesa la obra poética de Bernardo Prudencio Berro (1803-1868). De carácter opuesto al de Acuña de Figueroa, Berro era un idealista de convicciones firmes. Confesado católico, era además sobrino del presbítero Dámaso Antonio Larrañaga, primer vicario apostólico del Uruguay. Esto no le impidió, empero, protagonizar uno de los conflictos más ruidosos con la Iglesia durante su presidencia (1860-1864), que alcanzó su punto culminante con el destierro del vicario apostólico Jacinto Vera en 1862 (Lisiero 1971, 1972; González Merlano 2010). El anticlericalismo de Berro fue una consecuencia natural de su cultura regalista. Su defensa acérrima de lo que entendía eran derechos irrenunciables del Estado –entre ellos el patronato– y su adhesión a un modelo “galicano” de Iglesia terminaron por enfrentarlo con las corrientes ultramontanas (Hernández Méndez 2024; Di Stefano 2023).
Pero estos sucesos vendrían después. Al promediar la década de 1830, Berro ocupaba un escaño en la Cámara de Representante y formaba parte, junto a Francisco Acuña de Figueroa y Florentino Castellanos, de las comisiones de Teatros y de Biblioteca y Museo (Fernández Saldaña 1945: 25 y 193). Cuando en 1838 la revolución riverista se impuso al gobierno de Manuel Oribe, obligando a este a refugiarse en Buenos Aires, Berro se retiró por un tiempo de la actividad política para ocuparse de la hacienda familiar en Casupá, donde aprovechó sus ratos de ocio para cultivar la poesía. De esa época datan composiciones como “Oda a la Providencia”, “Epístola a Doricio” y “Epístola sobre el poder y excelencia del amor”, esta última dedicada a su tío Florencio Varela (Zum Felde 1930: 92-93). La poesía de Berro se inscribe en la tradición del clasicismo español, siendo sus referentes los poetas del Siglo de Oro. Entre sus temas predilectos se destacan “los motivos filosóficos y morales, la descripción bucólica, el motivo patriótico y cívico, la anécdota festiva y humorística, el cuadro de costumbres, la sátira de circunstancias” (Pivel Devoto 1966: liii), a los que se suma ocasionalmente el verso anticlerical. Así lo muestra la mencionada “Epístola sobre el poder y la excelencia del amor”, una exaltación al amor erótico y carnal. Aquí la crítica anticlerical tiene como leitmotiv el celibato y la inclaustración femenina:
No quieras imitar impotente
Conato de esos místicos varones,
Por huir el ardor concupiscente.
Disciplinas, ayunos, oraciones,
Todo es vano; la carne prevalece,
Y se llenan de inmundas poluciones.
¿No ves la privación cómo enardece
La lujuria del fraile aborrecido
Que entre vicios nefandos encanece?
Hierve en estrecha cárcel oprimido
El abundoso semen y se inflama
Por seráficas artes conmovido;
Sale al fin espumante; se derrama
Cual torrente impetuoso, y un mar hecho,
Ora inunda el sayal, ora la cama.
Contempla el vestal en su despecho,
Desde su tierna edad sacrificada
Por la barbarie del paterno pecho (Berro 1966: 14).6
En este pasaje, el poeta insiste en la necedad de la abstinencia sexual como opción de vida, considerándola un acto contra natura destinado al fracaso. De las restricciones a los impulsos naturales solo pueden derivar sufrimientos y una borrasca de pasiones. No hay nada original en toda esta poesía anticlerical. Tanto Acuña de Figueroa como Berro se mantienen dentro de los márgenes de la heterodoxia. Pueden incurrir en formas de irreverencia o escarnio que rozan la blasfemia –no contra Dios, sino contra sus ministros en la tierra–, pero sin llegar a impugnar los fundamentos dogmáticos del catolicismo.
Sin embargo, al promediar el siglo XIX, la tónica del anticlericalismo en el Uruguay comienza a registrar un cambio sensible. Surgen nuevos tópicos que apuntan directamente a la Iglesia como institución global que amenaza a la soberanía nacional. Entre los ejes centrales de esta nueva prédica se encuentran: la promoción de la laicización del sistema escolar como estrategia para debilitar la influencia clerical sobre la cultura y la sociedad; la denuncia del clero como agente del oscurantismo, enemigo de la razón, la democracia y las libertades modernas; y el ataque sistemático contra las órdenes y congregaciones religiosas, particularmente la Compañía de Jesús, las Hermanas de Caridad y las del Buen Pastor (Monreal 2014a, 2013a). En el plano político, los anticlericales uruguayos promovieron la separación entre Iglesia y Estado, la aprobación del matrimonio civil obligatorio –obtenido en 1885–, el divorcio, y la instauración de un sistema educativo laico –iniciado con la ley de Educación Común en 1877 y concretado en 1909–, así como la supresión o restricción de las órdenes religiosas. Como veremos a continuación, Daniel Muñoz fue una figura representativa de esta generación que impulsó una nueva mutación del anticlericalismo uruguayo.
El joven Muñoz en la cultura anticlerical de su época
Daniel Muñoz nació en Montevideo el 10 de marzo de 1849.7 Hijo del médico y político conservador del Partido Colorado Enrique Muñoz, cursó estudios universitarios durante los años de la llamada “crisis de la fe cristiana” y de la acelerada secularización que atravesó la Universidad de la República, aún permeada por el espiritualismo ecléctico francés y por la influencia de Victor Cousin y su escuela (Ardao 1962, 1968: 15-63; Oddone y Paris 1963). Para la década de 1860, la crítica al catolicismo había comenzado a dirigirse contra sus fundamentos dogmáticos y su constitución como religión histórica. Catolicismo y cristianismo se distinguen, se condena al primero, mientras que al segundo se lo salva desde el discurso de la religión natural. Para el periodista y educador José Pedro Varela, por ejemplo, “confiar la salvación del alma al sacerdocio y a la iglesia, como hacen los católicos [era] una falta de fe en la pureza de Dios, un desconocimiento de su eterna justicia” (Varela 1865: 62).8 Según su amigo Carlos María Ramírez, presidente del Club Universitario, la religión católica estaba “divorciada con el espíritu liberal y progresista de la época”, hecho que veía confirmado en “las disposiciones del Syllabus que condena[ba]n toda manifestación de la libertad de conciencia, que desapr[oba]ban y anatemiza[ba]n el matrimonio civil, [y] la separación de la Iglesia y el Estado” (Ardao 1962: 271-272). En una posición menos radical, pero igualmente crítica, el periodista y diplomático José Sienra Carranza advertía desde el Ateneo de Montevideo sobre la amenaza global del “clericalismo”, al que definía como “la restauración del fanatismo de la edad media, […] que levantaba hasta la deificación al poder eclesiástico, desnaturalizando, invirtiendo, destruyendo, la obra de Jesucristo, poniendo el pié de la Iglesia sobre el cuello del Estado, contra la máxima y el precepto del fundador que dijo: Dad al César lo que es del César, y á Dios lo que es de Dios”. Por eso, agregaba, el combate no era entre “el catolicismo y la libertad, sino entre el clericalismo y la soberanía de los pueblos” (Sienra Carranza 1884: 90 y 92).
Estas críticas encontraron expresión en la esfera pública a través de instituciones, conferencias y publicaciones, a los que dio soporte y promoción la plataforma racionalista. Desde allí, la pluma de Muñoz desempeñó un papel activo y destacado. En 1868 se creó el Club Universitario, pronto convertido en epicentro del debate político, filosófico y religioso de la capital. De él surgirá el efímero pero combativo Club Racionalista (1872-1873), que congregó al elemento más radical del estudiantado. En 1872, un grupo de veinticuatro jóvenes universitarios redobló su apuesta en su enfrentamiento con el catolicismo al publicar una “profesión de fe” bajo el sello de la metafísica del chileno Francisco Bilbao. La respuesta católica no se hizo esperar: el vicario apostólico Jacinto Vera condenó la iniciativa mediante una pastoral, mientras que la prensa confesional fijó entre sus columnas la lista de firmantes y afiliados durante meses, por si alguno de los jóvenes “apóstatas” tenía la ocurrencia de asistir “á algunas de nuestras iglesias bien sea á salir de padrinos, ó bien á contraer matrimonio, o […] morirse” (Vera 1872; Villegas 1989).9 En septiembre de 1877, el Club Universitario se fundió junto a otras sociedades menores para dar lugar al Ateneo de Montevideo. La nueva institución logró empoderar a las voces críticas del catolicismo gracias al ingreso de una generación renovada de intelectuales, entre los que figuraban Prudencio Vázquez y Vega, Manuel B. Otero, Anacleto Dufort y Álvarez, José Batlle y Ordóñez y el propio Daniel Muñoz (Ardao 1971: 108).
Los años siguientes estuvieron marcados por una intensa confrontación entre católicos, racionalistas, protestantes y positivistas (Hernández Méndez 2017; Ardao 1971: 93-112). En ese contexto, el 13 de octubre de 1878, Muñoz, en compañía de Otero, Vázquez y Vega, y Dufort, fundó el diario La Razón. De ellos ha dicho Ardao que eran “los cuatro mosqueteros del racionalismo […], los que especialmente se bat[ían] por la causa en el Ateneo, en la prensa y en las conferencias públicas, pronunciadas no sólo en la capital sino también –lo que por primera vez ocurría– en el interior de la República” (Ardao 1962: 284-285).10 Reflejo de esa efervescencia ideológica y ante la censura impuesta por la dictadura del coronel Lorenzo Latorre (1876-1880), que impedía tratar asuntos de política partidaria en la esfera pública, La Razón canalizó sus energías hacia la “cuestión religiosa”, adoptando abiertamente una posición anticlerical. Así, en su declaración de propósitos afirmaba:
…hemos creído de nuestro deber combatir por todos los medios legítimos, las viejas preocupaciones religiosas, mostrando al pueblo los falsos fundamentos del catolicismo, su inicua historia, su intolerancia secular, su inmoralidad presente y su ambición desmedida. […] Jamás hemos rehusado el combate al clericalismo, ¿y lo habíamos de rehusar hoy cuando pretende implantar su régimen retrógrado aunque a beneficio de circunstancias de otro orden que no nos es dado analizar?, no, seguramente; hemos de continuar la lucha comenzada en los clubs y en las asociaciones científicas, dándole por medio de la prensa el carácter popular que ella reclama (Ardao 1962: 285-286).
Como primer director de La Razón, Muñoz se convirtió en una figura referente entre quienes confrontaron al diario católico El Bien Público, fundado apenas unos días después, el 1º de noviembre de 1878, bajo la dirección del poeta y abogado Juan Zorrilla de San Martín. Detrás del quijotesco seudónimo de “Sansón Carrasco” –aunque su autoría era de dominio público–, Muñoz cultivó fama de escritor agudo y vibrante, combinando la sátira política con la crónica de tono costumbrista. Según Emir Rodríguez Monegal, su prosa representaba “uno de los estilos más viables y elegantes de su época en nuestras letras [uruguayas]” (1955: 21). Prueba de su arte es el conjunto de artículos que publicó entre fines de las décadas de 1870 y 1880 y que le aseguraron un lugar en la historia cultural y literaria del país (Carrasco 1884, 1893, 1953).
Una parte significativa de su producción periodística coincidió con el gobierno de Latorre, cuya política de laicización, si bien generó tensiones con la jerarquía eclesiástica, no puede calificarse como propiamente anticlerical. Durante ese periodo, de hecho, se erigió la diócesis de Montevideo (1878) y se inauguró el seminario conciliar (1880) (Hernández Méndez 2014). Sin embargo, con la llegada al poder del general Máximo Santos (1882-1886), la situación viró drásticamente para los intereses ultramontanos. A la batalla cultural se incorporó ahora el gobierno nacional (Bazzano 2002), intensificando el conflicto con la Santa Sede y con la Iglesia uruguaya, en un contexto regional cada vez más polarizado.
En enero de 1883, el gobierno chileno había expulsado al delegado apostólico Celestino del Frate, y en octubre de 1884 el gobierno argentino hizo lo mismo con Luigi Matera, quien se refugió en Montevideo (Serrano 2008: 319-344; Bruno 1979). En Uruguay, el punto de quiebre tuvo lugar en 1885, cuando una serie de leyes y decretos desgastaron meteóricamente las relaciones con la Iglesia. Entre las medidas más destacadas se cuentan la “ley de conventos”, que anuló la validez legal de las casas religiosas sin aprobación estatal; la ley de matrimonio civil obligatorio; la secularización definitiva de los cementerios; y el destierro de las Hermanas del Buen Pastor. A esto se añadió la orden a los jefes políticos y de policía departamentales de encarcelar a todo sacerdote que se hubiera dirigido “en lenguaje destemplado” contra “las autoridades o las leyes” del país (Caetano y Geymonat 1997: 69-75). Presionado por este clima anticlerical, el delegado apostólico Matera regresó a Roma, lo que marcó el inicio de una prolongada interrupción en las relaciones diplomáticas entre el Estado uruguayo y la Santa Sede (Arteaga 1987).
En este escenario de aguda conflictividad, Muñoz decidió publicar Cristina. Bosquejo de un romance de amor. La obra había aparecido previamente por entregas entre agosto y octubre de 1883 en la revista literaria El lunes de La Razón. Muñoz la presentó allí como un “cuadro tomado de la realidad”, afirmando: “No invento nada. Cuento apenas los amores de Cristina Peña con Alberto Conde, drama tejido por las circunstancias, y cuyo desenlace doloroso le dió marcado interés” (Muñoz 1883: 21). Editada luego en un único volumen de 130 páginas, como veremos a continuación, Cristina resulta una pieza literaria atravesada por el itinerario personal e intelectual de un autor que había hecho del anticlericalismo no solo un atributo de su acción pública, sino también una marca de su estilo literario.
Cristina, una novela anticlerical
Con un “ingenuo sentimentalismo”, según lo definió el crítico literario Alberto Zum Felde (1930: 237-238), Cristina narra la malograda historia de amor entre Cristina Peña y Alberto Conde, dos jóvenes pertenecientes a la alta burguesía montevideana. La pareja se había conocido en un baile de máscaras el día en que ella fue presentada en sociedad. Tras un breve noviazgo, decidieron contraer nupcias, pero los preparativos para la boda se vieron interrumpidos cuando Alberto comenzó a manifestar síntomas de tuberculosis. Ante el acelerado avance de la enfermedad y la ineficacia de los tratamientos, el joven fue conducido por su padre a Río de Janeiro con la esperanza de encontrar la sanación en un clima más templado. Los intentos resultaron inútiles y Alberto terminó falleciendo poco después.
La muerte de Alberto catalizó en Cristina una “neurosis mística” que ya había comenzado a gestarse desde el momento en que se había visto forzada a separarse de su prometido. Un sentimiento de amargura fue embargándola, trastocando su apariencia y su comportamiento. Su habitación se convirtió en una celda monástica, “severa y sombría”, purgada de todo ornamento que evocara su vida anterior: las alfombras, las flores, el cortinado y los cosméticos desapareciendo, y la cama de jacarandá fue sustituida por una de hierro. Comenzó a vestirse rigurosamente con lana negra, sin adornos ni atavíos, y asumió el voto de dormir vestida. Su mente y su cuerpo se consagraron por entero a la adoración de un Cristo indistinguible de la figura de Alberto. Dejó de salir de su casa –excepto para asistir a misa los domingos– y se sumergió en una vida contemplativa, aislada incluso de su familia. Finalmente, comunicó la noticia que todos temían: había decidido ingresar al convento.
A partir de entonces, se desencadena una serie de conflictos y desgracias que flagelan a la familia Peña. El hogar, antes animado, se convirtió en un espacio triste y sombrío. Ya no había lugar para celebraciones, ni se recibía visita alguna. El padre, consumido por la enfermedad y la angustia ante la decisión indeclinable de su hija, falleció poco después. El día de la toma de hábito llegó sin motivo de alegría: Cristina moría para dar lugar al nacimiento de Sor María de las Mercedes. La “metamorfosis” se había consumado. Pero los infortunios no terminaron ahí. Para cubrir la dote y evitar que Cristina hiciera profesión como “monja doméstica”, la familia se vio obligada a vender una de sus propiedades, lo que afectó gravemente su economía y los forzó a vivir de modo más austero. Mientras tanto, Cristina se hundía cada vez más en el ensimismamiento, ajena al ambiente miserable y soporífero del convento. Intensificó las mortificaciones hasta adoptar un aspecto demacrado y enfermizo. Poco a poco, fue alimentando la idea del suicidio, no de forma violenta, sino a través del exceso de penitencias y ayunos. La tisis no tardó en adueñarse de su cuerpo debilitado. Obsesionada con el recuerdo de Alberto, alejada de su madre por imposición de la madre superiora y rodeada de la indiferencia de la comunidad, murió finalmente en el abandono.
Como se desprende de esta apretada síntesis, la obra de Muñoz explora algunos tópicos del repertorio clásico del anticlericalismo decimonónico, aunque deja de lado otros tantos. Con respecto a esto último, por ejemplo, no encontramos ningún rasgo de antijesuitismo ni alusión alguna a la figura del cura lascivo. Las críticas a la intervención del clero en materia política, tan difundida en la prensa liberal de la época, resultan igualmente ignoradas. La novela, en cambio, se centra en la peligrosa relación entre la mujer y la religión institucional, y en sus efectos nocivos sobre la autoridad patriarcal y la dinámica familiar. A partir de esto, es posible distinguir tres tópicos centrales en el imaginario anticlerical.
El primero aborda el problema de la feminización de la religión y la misoginia. En Cristina, el catolicismo es presentado como una grosera superstición que solo parece afectar al género femenino.11 Las dos imágenes más acabadas de esta representación son, por un lado, el grupo de “arpías devotas” fanatizadas que procuran a toda costa aislar a Cristina de su familia y amistades, con el objetivo de proteger su decisión de tomar el hábito; y, por otro, las monjas que finalmente la reciben, un grupo de holgazanas que dedican su vida a hablar tanto “de los santos y de las novenas” como de los “asuntos más terrenales salpimentados con interminables comentarios en los que no siempre campeaban los más benévolos sentimientos” (Muñoz 1885: 95).
En contraposición, las figuras masculinas suelen mantenerse al margen de las prácticas religiosas. Esto se evidencia desde el inicio del relato, cuando un grupo de jóvenes se reúne un domingo por la mañana en la plaza Constitución, lugar habitual de encuentro para quienes tenían “novia devota” o aspiraban a encontrarla entre las que acudían a la Iglesia (Muñoz 1885: 7). Una vez finalizado el “espectáculo” de ver desfilar a las señoritas que asistían a misa, los hombres se dispersan y retoman sus actividades –salvo Alberto, que, hipnotizado por la belleza de Cristina, ingresa al templo–. Aquellos que mantienen un vínculo más estrecho con la religión son los que integran el orden clerical. Como es de prever, la imagen que proyectan es, en general, negativa. Tres son las figuras eclesiásticas destacadas: el “gordo y macizo” salesiano, guía espiritual de Cristina, a quien el señor Peña acusa de aprovecharse de la fragilidad emocional de su hija para obtener dinero; el confesor de Cristina, “un anciano sacerdote á quien conocía desde que estuvo en el colegio de las Hermanas” (Muñoz 1885: 80), y que permanece indiferente a los ruegos del padre para disuadirla de tomar el hábito; y, por último, el obispo, que, aunque distante, es el único que empatiza con el sufrimiento de la familia cuando la muerte de Cristina parece inminente.
La obra desarrolla dos modelos de vínculo entre la mujer y la religión, ambos igualmente tóxicos. Uno es el modelo del “misticismo inocente”, representado por una Cristina todavía no afectada por la enfermedad y muerte de Alberto. En esa etapa, la protagonista es retratada como una persona sensible a “las exaltaciones de un misticismo inocente, que ella traducía en frívolas prácticas devotas, más aparatosas que inocentes; algo que era en ella más diversión que una devoción” (Muñoz 1885: 33). Su religiosidad no es más que una pose vacía, un gesto que cambia según el estado de ánimo o los intereses del momento. Tras su primer encuentro con Alberto, Cristina se encierra en su habitación para entregarse “á sus ensueños, con gran resentimiento de sus vírgenes y santos para quiénes no había ya ni una sonrisa ni una flor, ni aquellos adornos con que antes se complacía en acicalarlos. Ya no la distraían sus muñecos divinos, absorta como estaba en el culto de una divinidad nueva, tangible, que ella sentía agitarse en todo su sér” (Muñoz 1885: 33).
El carácter baladí y superfluo de Cristina es atribuido, tanto por el padre como por el narrador, a la educación recibida en el colegio de las Hermanas de Caridad. Allí, se nos cuenta, la joven solo había recibido una formación “mecánica del culto católico en cuanto concierne al aparato escénico del templo” –bordar mantos, limpiar pañuelos, picar papeles y confeccionar flores de trapo–, es decir, una educación carente de contenido intelectual. Sobre este punto conviene hacer una breve disquisición. Con seguridad Muñoz esté aludiendo aquí a las Hermanas de la Caridad Hijas de María Santísima del Huerto, congregación de origen italiano que llegó a Montevideo en 1856, en la misma embarcación que las Hermanas de la Visitación de Santa María, conocidas popularmente como “monjas salesas”. En 1868, las Hermanas de la Caridad fundaron el Colegio de Nuestra Señora del Huerto –al que habría asistido Cristina de niña–, y que sirvió además como casa provincial y de noviciado. A pesar de que los liberales y anticlericales denominaban “monjas” a religiosas de vida activa y contemplativa por igual, cuando el narrador habla del convento de monjas se está refiriendo al monasterio de las salesas, fundado en 1856, y no al Colegio de las Hermanas del Huerto, ambos ubicados por entonces en Montevideo (Monreal 2021, 2012, 2010).
El otro modelo es el de la mujer “devota”. Ya sea que se refiera al grupo de beatas que asalta la casa de los Peña con sus impertinencias, o bien a la insulsa comunidad de monjas, ambos muestran una experiencia religiosa distorsionada por la falsedad y la hipocresía. Unas como otras son representadas como mujeres maliciosas que, entre rezos y novenas, malgastan su tiempo en habladurías y cuchicheos. En el caso de las primeras, sus “murmuraciones solo se interrumpían para rezar rosarios ó hacer alguna otra devoción, […para] comenzar de nuevo con más fúria, maldiciendo de todos los que encontraban mal que Cristina abandonase á sus padres en la ancianidad” (Muñoz 1885: 83). Tanto en ellas como en las monjas, la devoción no es más que una consecuencia del “fatalismo místico” en el que se veían atrapadas (Muñoz 1885: 108). Esto nos lleva directamente al segundo gran tema anticlerical de la novela: la vida religiosa como acto egoísta, perverso y contrario a la naturaleza y a la vida social.
Al final de la novela se revela el impulso más íntimo que condujo a Cristina a tomar la “fatídica” decisión de abandonar a su familia e ingresar al claustro: un egoísmo obsesionado por el recuerdo de la pasión perdida. Solo en el claustro cree poder encontrar la soledad necesaria para adorar sin distracciones a esa divinidad que ha hecho de Alberto. No obstante, el ambiente pronto se torna sofocante y, ante la imposibilidad de “romper los lazos que la ataban al claustro, rompió los que la vinculaban á la vida, y murió sola sin arrancar en su torno una lágrima” (Muñoz 1885: 129). De este modo, Muñoz presenta el monasterio como una “tumba de vivos en la que yacen los seres unos juntos á otros, tan indiferentes como yacen los muertos reunidos en un mismo panteón” (Muñoz 1885: 125). La vida religiosa contemplativa queda así enjuiciada como una institución antisocial que se nutre de dos clases de mujeres “fanáticas”: las egoístas –como Cristina– y las ignorantes. “La poltronería de unas, el desencanto de otras, y la falta de inteligencia en algunas, determina la existencia de esas agrupaciones estériles, organismos neutros en la lucha por la vida, instituciones antihumanas que secuestran á la especie séres que le serían útiles; al propio tiempo fomentan la ruptura de los vínculos que ligan á la familia, base única de la sociedad” (Muñoz 1885: 125-126).
Tampoco mejora la imagen de las religiosas de vida activa. Ya me referí a la crítica explícita dirigida al Colegio de las Hermanas de Caridad. En un pasaje en que Cristina entabla una discusión con sus padres sobre si cabía esperar beneficio alguno de la vida ascética que estaba llevando, el padre responsabiliza al colegio de haberle inculcado semejantes “doctrinas fanáticas” (Muñoz 1885: 67). La acusación no era nueva. Liberales y anticlericales habían explotado muy bien este argumento, sobre todo en la década de 1870, cuando notaron con preocupación los progresos de la acción católica en el ámbito educativo (Monreal 2016, 2021). El carácter confesional de la enseñanza fue blanco de los ataques de la prensa racionalista y protestante, aunque muchas veces lo que se cuestionaba no era tanto la doctrina como la idoneidad psicológica y pedagógica de las religiosas como educadoras:
Puede asegurar[se] –escribía el diario La Razón en 1878– sin temor de incurrir en una falsedad, que las niñas que ménos saben, son las que se han educado en los colegios de Monjas y Hermanas de Caridad. Cuando ménos en este país la verdad de esta afirmacion es palpable. ¿Y cómo podria de ser de otra manera, si esas buenas mujeres no han hecho ninguna clase de estudios, y están, perdónesenos la palabra, estupidizadas por el fanatismo católico? La mayor parte de esas hermanas de caridad que llegan del extranjero, son mujeres groseras, salidas de las últimas clases sociales, sin maneras, sin educacion y sin inteligencia. Muy aptas si se quiere para enseñar a rezar el rosario, ó para bordar un escapulario, son completamente ineptas para difundir los conocimientos que constituyen los principios de la educación.12
También El Oriental de la ciudad de Mercedes se unía al corifeo anticlerical al afirmar: “la práctica nos dice que una educanda salida de un colegio regenteado por las enclaustradas, llega á tener mas apego á la iglesia que al hogar doméstico, mas cariño y aficion á los santos de madera, que á los seres humanos por cuyas venas corre su misma sangre”.13 La nota bien pudo haber inspirado la historia de Cristina.
Por último, está el tema de la desautorización católica del patriarcado y la disputa por el control del hogar. La primera gran víctima del fanatismo religioso es el padre de Cristina. La tragedia vivida por él, primero al perder el control sobre el hogar y luego viendo cómo su hija es separada de la familia para ingresar al convento, plasma una de las principales preocupaciones que aguijonearon la imaginación anticlerical decimonónica. La novela presenta la religión como una fuerza disruptiva que introduce símbolos, agentes y lógicas ajenas al espacio privado –en este caso, la casa de Peña–, concebido según la sensibilidad burguesa y liberal. Esos agentes son, por supuesto, el grupo de “devotas” que irrumpen constantemente en la habitación de Cristina para “protegerla” en su decisión; pero también están el “fraile salesiano”, cabecilla del grupo de beatas y guía espiritual de Cristina, que manipula a la joven para “sacarle crecidas limosnas todos los días”; y el cura confesor, quien termina de sellar la decisión de la joven de ingresar al claustro. De forma colateral, la religión también afecta la economía familiar, debido al esfuerzo de pagar la dote.
En un mundo masculino autorreferencial, fundado en la división simbólica de los sexos y en el cual la mujer debía asumir un rol específico –tanto en el espacio público como en el privado–, la decisión de Cristina se presenta como un acto de rebelión, en tanto desestabiliza ese orden invocado por el padre. Sin embargo, junto a esta tesis antifeminista, la novela también dirige su crítica a la religión católica como fuerza que busca canalizar y estructurar un tipo de “poder femenino” en las esferas pública y privada. Es la Iglesia y no el padre la que decide el destino de Cristina, permitiendo así un desplazamiento de la autoridad que empodera a la mujer. Para expresarlo en palabras de Manuel Delgado Ruiz, el catolicismo aparece representado como “un factor de desmasculinización, en el sentido de una pérdida total o parcial de virilidad o una emasculación simbólica” (Delgado Ruiz 2005: 200). A través de la religión, Cristina encuentra un espacio alternativo donde ejercer su libertad individual, algo que el autor de la novela no puede tolerar ni legitimar, razón por la cual el desenlace trágico y fatal resultan inevitables. En otras palabras, Cristina representa el destino de la mujer “díscola”, que se niega a replegarse en la intimidad del hogar y a asumir como propios los deseos del padre.
A modo de conclusión
Cuando Jacqueline Lalouette (1997) analizó el anticlericalismo francés a caballo entre los siglos XIX y XX, distinguió tres grandes variantes. La primera, de carácter político, operaba en el plano institucional y buscaba no solo alcanzar el control estatal sobre el clero, sino también imponer el laicismo como ideología constitutiva del Estado moderno, excluyendo cualquier manifestación religiosa del espacio público. Esta forma de anticlericalismo promovió la secularización de la educación, el matrimonio y la muerte, y, en definitiva, alimentó la construcción de un Estado laico, que, en ocasiones, podía manifestar una intolerancia visceral hacia toda religión positiva. La segunda variante estaba dirigida contra el orden clerical, tanto secular como regular, al que despreciaba por prácticas como la confesión, el celibato y el voto de castidad. Por último, la historiadora francesa reconocía un anticlericalismo antirreligioso, que embestía contra los dogmas, las creencias y las prácticas devocionales, despreciaba las Escrituras y el culto a los santos, aunque en ocasiones los sustituyera por otros “santos” seculares.
A la luz de esta tipología, Cristina se inscribe principalmente en la tercera variante, aunque no deja de tocar aspectos vinculados a las otras dos. De sus páginas emerge la crítica a una religión que manipula mentes y corazones femeninos, sostiene instituciones socialmente estériles, promueve prácticas devocionales consideradas irracionales y amenaza con fracturar el orden familiar socavando la autoridad paterna. De este modo, logra perfilar el escenario de una batalla cultural entre el poder eclesiástico –representado por clérigos calculadores y beatas fanatizadas e instrumentalizadas– y la figura del padre liberal, racional(ista) y protector. “¿Qué religión es esa que te enseña á faltar á tus deberes de hija?” (Muñoz 1885: 86), interpela el viejo Peña a su hija, en una escena que condensa el núcleo del conflicto.
En tanto discurso performativo, la obra de Muñoz canaliza fuerzas orientadas a desactivar el sistema simbólico vigente y a reducir la capacidad de acción de la Iglesia católica como institución modeladora de cultura (Delgado Ruiz 2002: 45 y siguientes). Así, la novela se lee como un dispositivo secularizador, en la medida en que promueve la privatización de lo religioso (Delgado Ruiz 1997; Casanova 2006). Cristina vibra al unísono con la cultura anticlerical de su tiempo. Más allá de sus limitadas pretensiones literarias, fue concebida como literatura de combate, con aspiraciones redentoras para un lector que se imagina como víctima potencial del poder clerical.
La obra de Muñoz ofrece una mirada singular a la coyuntura religiosa del Uruguay de la década de 1880, al reflejar desde una perspectiva anticlerical los temores que despertaban las instituciones católicas entre sectores liberales. La tragedia de Cristina nos permite asomarnos a la sensibilidad y a la imaginación de quienes concebían la “cuestión religiosa” como un problema medular para el destino nacional. En su trama se tejen emociones, miedos y esperanzas, que constituyen un valioso insumo para ejercitar la imaginación histórica y comprender las pasiones que atravesaron aquel tiempo.
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Vera, Jacinto (1872). “Pastoral”. El Mensajero del Pueblo, n.º 109, 21 de julio, pp. 41-42.
Verhoeven, Timothy (2010). Transatlantic Anti-Catholicism: France and the United States in the Nineteenth Century. Nueva York: Palgrave Macmillan.
Verucci, Guido (2002). “Anticlericalismo”. Norberto Bobbio, Nicola Matteuccio y Gianfranco Pasquino (dirs.), Diccionario de Política, tomo 1, 13ª edición. Ciudad de México: Siglo XXI Editores, pp. 44-45.
Villegas, Juan (1989). La carta pastoral acerca de la “Profesión de fe racionalista” en su entorno. Montevideo, 19 de julio de 1872. Montevideo: Comisión “Monseñor Jacinto Vera”.
Zum Felde, Alberto (1930). Proceso intelectual del Uruguay y crítica de su literatura, tomo 1. Montevideo: Imprenta Nacional Colorada.
1 Este trabajo ha contado con el respaldo de ANID, a través del proyecto Fondecyt Postdoctorado 2023, n.º 3230240.
2 La bibliografía sobre el anticlericalismo es vastísima. Para el caso europeo y estadounidense en la segunda mitad del siglo xix, resultan de interés los trabajos de Rémond (1976), Kaiser (2003), Lalouette (2002, 1997), Delgado Ruiz (1993), Caro Baroja (2008), De la Cueva Merino (1994), Sanabria (2009), Gross (2004), Smith (2006) y Verhoeven (2010). En América Latina, el fenómeno ha recibido una atención más reciente y acotada. En este sentido, pueden consultarse los estudios de Solis y Savarino (2011), Di Stefano y Zanca (2013b), Di Stefano (2024, 2010), Da Silva (2020) y De la Fuente Monge (1997). El caso uruguayo se aborda más adelante.
3 Sobre las corrientes filosófico-religiosas y científicas en el Uruguay de la segunda mitad del siglo XIX, resultan fundamentales los estudios clásicos de Arturo Ardao (1962, 1968, 1971). La influencia del krausismo en Uruguay ha sido analizada por Susana Monreal (1993, 2014b).
4 En la escasa bibliografía acerca del anticlericalismo en el Uruguay del siglo XIX, son de referencia obligada los trabajos de Susana Monreal (2022a, 2014a, 2013a, 2013b, 2012, 2003). Véase también López-Calvo (2008).
5 El epigrama titulado “Justificación de un cura” repite nuevamente el motivo del cura lascivo: “Á cierto cura rural / Su prelado reprendía: / –‘Vuestra conducta en el día / Sé que es poco pastoral; / Que al sexo seguís las huellas, / Con las sayas muy Cupido.’ / –¡Ay, señor! Os han mentido; / Me gustan… pero sin ellas” (Acuña de Figueroa 1890: 127). Sobre el poeta y su anticlericalismo “bufón”, véanse los trabajos de Zum Felde (1930: 97-130) y Monreal (2013b: 248-251).
6 El poema no está fechado, pero se estima que fue escrito en 1831, debido a una carta que Florencio Varela envió a Berro comentando el texto que le había dedicado (Berro 1966: 341-345). Sobre las vinculaciones transnacionales entre las familias Varela y Berro, véase Monreal (2022b).
7 Ante la carencia de un estudio biográfico sobre Daniel Muñoz, constituyen referencias útiles las reseñas biográficas y notas críticas elaboradas por William Belmont Parker (1921: 369-371), José María Fernández Saldaña (1945: 871-872), José Pereira Rodríguez (1953), Emir Rodríguez Monegal (1955) y Arturo Scarone (1942: 289).
8 Al igual que su tío Bernardo Berro, Varela también cultivó una poesía con tinta anticlerical. Sin embargo, su crítica apunta al núcleo mismo de la religión. En el poema “Contemplación”, fechado en 1864, acusa al catolicismo de haber traicionado el mensaje original de Cristo: en lugar de promover la pobreza evangélica y la caridad, la Iglesia habría optado por el lujo y el poder, convirtiendo a Dios en una figura vengativa y alejándose del ideal de justicia. De este modo, la institución eclesiástica no haría más que reproducir las injusticias del mundo y de la historia: “La religión sencilla de las almas, / En espléndido culto se cambió. / Fatalidad! Fatalidad! ¿En dónde / La fuente do colmemos el dolor?” (Varela 1864: 272). En consonancia con su deísmo racionalista, Varela concibe la relación con Dios como una experiencia íntima de la conciencia, sin mediaciones ni rituales externos. La certeza de la existencia divina y de su justicia solo pueden hallarse en la intimidad del ser.
9 “Un aviso oportuno”, El Mensajero del Pueblo, n.º 109, 21 de julio de 1872, p. 46.
10 Así lo recordaba también José Batlle y Ordóñez: “Se hablaba largamente, pues, de religión en el Club Uruguay [debe decir Club Universitario] al que concurrían personas de los dos sectores, y en el Club Católico; y los liberales –Vázquez y Vega, Dufort y Álvarez, Juan Paullier, Manuel Otero, Daniel Muñoz y algunos otros– hacían giras por campaña predicando sus ideas” (Giudici y González Conzi 1959: 69).
11 Sobre la relación entre anticlericalismo y misoginia, pueden consultarse los trabajos de Delgado Ruiz (1993, 2005), Gross (2004: 184-239), Verhoeven (2010), Dittrich (2016: 121-123) y Salomón Chéliz (2005, 2003).
12 La Razón, 16 de noviembre de 1878, p. 1.
13 Citado en El Evangelista, 30 de noviembre de 1878, pp. 110-111.
Sebastián Hernández Méndez
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