Itinerantes. Revista de Historia y Religión 22 (jul-dic 2025) 104-127

https://doi.org/10.53439/revitin.2025.2.07




El imaginario infernal en la pastoral católica de la Edad Moderna. Siglos XVII y XVIII.



The imagery of hell in Catholic pastoral care in the Modern Age. 17th and 18th centuries.



Rogelio Jiménez Marce

Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

https://orcid.org/0000-0003-2103-0180

rojimarc@yahoo.com.mx



Resumen


A partir del análisis de una denuncia que se presentó ante la Inquisición de la Nueva España, en este artículo se reflexiona sobre el imaginario del infierno construido por los teólogos entre los siglos XVII y XVIII. En la religión católica, el infierno es el lugar de castigo de los pecadores. Esta concepción ha sufrido numerosas transformaciones a lo largo de la historia. La narrativa sobre el infierno se sustentaba en el miedo al castigo eterno, lo cual permitió convertirlo en un mecanismo de control de las acciones individuales y colectivas, tanto desde el plano social como del religioso. Para incentivar el miedo al infierno, el pensamiento religioso recurrió a varias estrategias como los sermones, las pinturas, el discurso teológico y la predicación popular, mismas que pusieron mayor atención a las penas de sentido que a la de daño.


Palabras clave: Infierno, miedo, control social, Inquisición



Abstract


Based on the analysis of a denunciation presented of the Inquisition of New Spain, this article reflects on the imagery of hell constructed by theologians between the 17th and 18th centuries. In the Catholic religión, hell is the place of punishment for sinners. This conception has undergone numerous transformations throughout history. The narrative about Hell was based on the fear of eternal punishment, which allowed it to become a mechanism for controlling individual and collective actions, both socially and religiously. To encourage the fear of hell, religious thought resorted to various strategies such as sermons, paintings, theological discourse, and popular preaching, which paid greater attention on the punishments of meaning than to those of harm.


Keywords: Hell, Fear, Social Control, Inquisition




Fecha de envío: 4 de julio de 2025

Fecha de aceptación: 7 de octubre de 2025




En la ciudad de Oaxaca, el 25 de agosto de 1695 Juan de Ballesteros denunció a Catarina de Collazos ante el comisario del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de la Nueva España, debido a que, según el denunciante, en enero de 1694 estaba en la casa de Catarina de Olmos y aprovechó la ocasión para conocer un temascal que se encontraba en el corral. Como la intensidad del fuego le causó una gran impresión, comenzó a reflexionar sobre la fuerza de las llamas del infierno, lo cual le generó una “gran tristeza”. Cuando regresó a la casa, Catarina de Collazos le preguntó si estaba preocupado y éste le contestó que tras observar el “horroroso” fuego de la hornalla, se puso a cavilar sobre el “terrible” fuego del infierno. Catarina le contestó que el infierno no existía y sólo se mencionaba para atemorizar a la gente. Ballesteros le replicó que la fe enseñaba lo contrario, pero ella reiteró que con esa creencia se buscaba que la gente dejara de pecar. Para finalizar la conversación, Juan indicó que “ella sabría lo que le pasaría en la otra vida”.1 La información de este expediente, resguardado en el Archivo General de la Nación de México, no mencionaba si las autoridades inquisitoriales procedieron en contra de la denunciada. El caso resulta interesante por varias razones: primero, la delación en contra de una mujer que dudaba de una verdad de fe, lo cual daba cuenta del papel que cumplían los individuos como censores de las acciones de los demás. Sin embargo, la delación no se realizó de manera inmediata, lo cual evidenciaba que la denuncia había sido propiciada por alguna razón no especificada.

Segundo, la concepción sobre el infierno y el castigo que se recibiría en ese lugar. Tercero, las diferentes maneras en las que se asumían las creencias sobre el destino de las almas. Tras observar las llamas, Ballesteros sintió terror por lo que podía sucederle después de la muerte, lo cual se tradujo en una “gran tristeza”, es decir, sintió miedo ante la posibilidad de caer en ese lugar de castigos. Lo contrario sucedió con Collazos que entendía la idea del infierno como un mecanismo de control social, pues concebía al temor como una forma de desalentar las malas acciones de los creyentes, quienes, a sabiendas de lo que sufrirían por la eternidad, buscarían cumplir con las reglas impuestas por las creencias religiosas. La postura asumida por Juan era la deseable para la Iglesia, pues la observación de las llamas sirvió como incentivo para que reflexionara sobre la vida en el más allá y mostrara aflicción ante el sufrimiento futuro causado por sus pecados. En este sentido, cabe preguntarse qué tan excepcional era la afirmación de Ballesteros y la respuesta de Collazos, cómo se lograba que los individuos tuvieran terror al infierno, a qué le temían en específico, cuáles eran los conocimientos teológicos que sustentaban la creencia de un lugar de castigos en el más allá, cuáles eran las estrategias utilizadas para difundir las ideas sobre el infierno, cuál fue el impacto que estas ideas tuvieron entre los fieles, porqué algunos no mostraban miedo al infierno y cuáles eran las creencias que cuestionaban. El diálogo entre Juan y Catarina evidenciaba que el temor al infierno dependía de la forma en la que cada sujeto lo experimentaba y de los mecanismos mentales que los volvían vulnerables. (Carrasco, 2012)

En esta investigación se busca mostrar el imaginario del infierno que concibieron los eclesiásticos entre los siglos XVI y XVIII, quienes estaban interesados en determinar, entre otras cosas, el espacio físico en el que se ubicaba, cuántos senos lo componían, quiénes eran enviados a ese lugar, qué tipos de penas recibían y cuál era la mejor manera de inculcar esos conocimientos a los fieles. Como la creencia en el infierno se consideraba una verdad de fe, los religiosos realizaron minuciosas descripciones de ese lugar tendientes a incentivar el temor entre los creyentes, además de que se recurrieron a otras estrategias, como la predicación, para convencer a los creyentes de que podían condenarse y padecer puniciones eternas. Estas ideas tuvieron diferentes recepciones entre los individuos, tal como se muestra en algunas denuncias presentadas ante la Inquisición de la Nueva España que cuestionaban diversos aspectos de la creencia en el infierno y en específico, el papel que cumplía como medio de control social. Este trabajo se divide en cuatro apartados: en el primero, se hace una breve revisión de la historia del infierno para ubicar las características que se le atribuían antes de los siglos XVI y XVII; en el segundo, se describen los diversos mecanismos empleados para infundir miedo sobre ese lugar; en el tercero se realiza una descripción de la manera en la que los eclesiásticos concebían el infierno, sus características y las penas que recibían los condenados; y en el cuarto se hace referencia a las estrategias utilizadas en la predicación popular.




El infierno en el imaginario cristiano


La creencia en un lugar de castigos en la otra vida no se puede considerar un aspecto exclusivo del pensamiento cristiano. Esta idea se encuentra presente en distintas religiones y culturas. La diferencia del cristianismo con respecto a otras creencias es la manera en que se concibe el sufrimiento aplicado a las almas condenadas, de tal manera que, según Minois (1994), el infierno cristiano se convirtió en “la máquina más implacable” para “triturar a los malvados” que el “genio humano” inventó. Esta afirmación no resulta exagerada cuando se considera la forma en que se construyó esta creencia, pues a mayor rigurosidad moral se intensificaba la severidad de los castigos imaginados. El infierno cristiano se nutrió de varias tradiciones religiosas. Por ejemplo, en el mundo griego se contemplaba la idea de un castigo sin final, aunque se consideraba que algunos condenados podían salvarse, lo cual no sucedió con el cristianismo que le otorgó prioridad a la función punitiva sobre la curativa (Carrasco, 2012). Los latinos y hebreos concebían un lugar de castigo ubicado en las profundidades de la tierra, en el cual descansaban los justos y sufrían los injustos (Mora, 2012). En el Apocalipsis de Pedro, escrito entre finales del siglo I y comienzos del II, se realizaron las primeras descripciones del infierno y se estableció una clasificación de las penas acorde al tipo de pecado (Vergara, 2008) De acuerdo con Minois (1994), en el cristianismo, a partir del siglo III, se comenzó a generalizar la creencia en un infierno futuro, idea que buscó desplazar los imaginarios populares, confusos e incoherentes que sólo enfatizaban el sufrimiento.

Algunos de los primeros padres de la Iglesia, como Orígenes (183-253), Tertuliano (160-220), San Ambrosio (340-397) y San Cipriano (¿-304), pensaban en un infierno provisional que acabaría cuando se enmendara el castigo (Minois, 1994; Vergara, 2008). Orígenes estableció una diferencia entre el infierno y la gehena, pues en ésta, a la que también llamaba “gehena del fuego”, “el fuego inextinguible” o “las tinieblas exteriores”, se castigaba al diablo, a los demonios y a los condenados por medio de un “fuego devorador”, el cual cesaba cuando destruía los defectos espirituales (culpa, pecado y la inclinación a pecar) y se alcanzaba la purificación. Este pensador advertía que no se debía enseñar la doctrina sobre la gehena con una intención preventiva, pues no existía una vida espiritual efectiva cuando se recurría a la intimidación o a la creencia bajo interés (Mora, 2012). La vinculación entre el averno mítico y el infierno cristiano permitió fortalecer la imagen del castigo para los que no cumplían con los principios morales (González, Plaza, 2015) Como a finales del siglo IV circulaban ideas relativas a la salvación final de los cristianos, además de que se incorporaron algunos elementos de las creencias populares a las ideas doctrinales, en el segundo Concilio de Orange (529) y el segundo Concilio de Constantinopla (553) se condenaron estas opiniones y se favoreció una postura rigorista en la que predominaban los tormentos eternos, con especial énfasis en la acción del fuego infernal cuya naturaleza material se consideraba distinta al terrestre y se proclamó la obligación de los cristianos en creer en los dogmas de la Iglesia (Minois, 1994; Vergara, 2008). Con el papa Gregorio Magno (540-604) se consolidó la doctrina oficial del infierno entendido como un lugar de sufrimiento y de penas eternas, y se hizo referencia a la existencia de dos infiernos: uno superior provisional y uno inferior con castigos, idea que retomó el obispo Julián de Toledo (642-690) en su Prognosticon (Vergara, 2008).

Entre los siglos VI y IX, el imaginario infernal adquirió matices más atroces, derivados de la situación de violencia predominante en Europa y de la penetración de creencias populares en el dogma, lo cual favoreció que los demonios adquirieron un papel preponderante y que las penas se asociaran a estamentos sociales concretos (Wobeser, 2009; Rodríguez, 2010). Este infierno, construido y difundido por los monjes, resultaba más terrible que el de los Padres de la Iglesia y tenía la particularidad de ser más cercano a los fieles. El clero incentivó el miedo al infierno como un mecanismo pastoral, pero también como un instrumento político contra el poder de los monarcas o la nobleza. Así, la excomunión y la penitencia se convirtieron en las llaves que abrían las puertas del cielo o del infierno. Uno de los aspectos esenciales para consolidar la creencia en el infierno fue la utilización de la pastoral del miedo, la cual buscaba difundir el temor entre los creyentes. Las estrategias de predicación del infierno fueron tan exitosas que, entre los siglos XI y XIII, el infierno logró asimilarse a las estructuras mentales colectivas e individuales, de manera que se convirtió en el sitio mejor conocido de la cristiandad y no se cuestionaba su existencia (Torres, 2012). El infierno construido por los religiosos contenía elementos provenientes de los infiernos populares, situación que se podía observar, por ejemplo, en la visión infernal de Dante. En este sentido, se podía identificar la existencia de tres infiernos: el popular que mezclaba creencias paganas, mitológicas y cristianas; el teológico sustentado en la Escritura pero con elementos populares; y el doctrinal cuya autoridad se sustentaba en hechos indiscutibles.

En el siglo XIII, los eclesiásticos buscaron racionalizar el infierno, lo que contribuyó a que el infierno doctrinal se alejara del popular, asimismo se reafirmó la eternidad de las penas, se integró la idea de que los pecadores sufrían una doble penalidad (de sentido y de daño) y se incorporó la creencia de los juicios individual y final en los que San Miguel pesaba las faltas, Jesús se convertía en el juez, la virgen María y San Juan en los intercesores, y los ángeles asistían en el proceso. La representación de los dos juicios daba cuenta de los cambios producidos en el pensamiento filosófico y legal de la época, pues con la influencia del derecho romano se acentuó la exigencia de clasificación y distinción de la gravedad de las faltas, situación que contribuyó a desarrollar una “teología del pecado” que estableció una casuística y una jerarquía de las faltas morales (Minois, 1994; Vergara, 2008, Torres, 2012; Bueno, 2015). De acuerdo con su intención, los pecados se dividieron entre veniales (perdonables) y mortales (imperdonables) que conducían a las almas al infierno. Al confesor se le otorgó la facultad de determinar la gravedad de las faltas y de otorgar el perdón. Para afianzar el temor al infierno, se reafirmó el papel de la pastoral del miedo por lo que los sermones, las pinturas y la predicación se convirtieron en los medios predilectos para aterrorizar a los fieles. Así se podía observar, por ejemplo, en el Tratado de la predicación (1250) del dominico Esteban de Borbón que, a decir de Minois (1994), contenía una teoría sistemática de la pastoral del miedo, la cual apelaba a la conciencia moral, esto es, reconocer la transgresión de las normas y el deseo de no repetirla.

Durante el siglo XIV, las imágenes del infierno se volvieron más sofisticadas y centraron su atención en mostrar los tormentos correspondientes a cada pecado, de tal manera que se convirtió en un “monumento a la crueldad más imaginativa” por las distintas formas en las cuales se buscaba infringir sufrimiento (Torres, 2012). De acuerdo con Minois (1994), entre los siglos XV y XVIII no se integraron nuevos elementos a la imaginería infernal, más bien se recurrió a los estereotipos creados en los siglos anteriores. El infierno se integró al plan de la salvación de los seres humanos y se convirtió en un mecanismo esencial de la vida moral. Las discusiones sobre la naturaleza del infierno y sus penas dejaron de tener sentido, pues ya se sabía cuáles eran las consecuencias. El papel secundario desempeñado por el infierno se explicaba por la atención que la catequesis prestó a la promoción de las devociones y a la creencia en el purgatorio (Wobeser, 2015). Canterla (2004) menciona que la concepción del infierno perdió fuerza literaria e imaginería simbólica cuando se integró, al igual que el resto de los novísimos, al pensamiento teológico. Ante una renovada preocupación por los temas escatológicos ocurrida en el siglo XVIII, el infierno adoptó una “condición moderna y existencial” que se reflejó en la simplificación y racionalización de las creencias (Villavicencio, 2011; Wobeser, 2015). Como se puede apreciar, las diferentes formas de concebir al infierno estaban mediatizadas por las circunstancias históricas, sociales, culturales, políticas, económicas e ideológicas dominantes, las cual permitirían construir una narrativa sustentada en el miedo como una forma de control de las acciones individuales y sociales (Saito, 2023).


Temer al infierno


Si el infierno era conocido por los creyentes, qué podría explicar la actitud de Catarina de Collazos que negaba su existencia y advertía que esa creencia se utilizaba para generar temor entre la gente. La idea de Collazos no resultaba tan excepcional. En el fondo Inquisición del Archivo General de la Nación (AGN) de México, se conservan algunos expedientes de personas que negaban el infierno,2 las penas eternas,3 lo consideraban una invención de los sacerdotes4 o un medio de control de los comportamientos.5 De hecho, algunos decían que la creencia del infierno se equipara a frases como “viene el coco” o “que te coge el mico”, las cuales se utilizaban para espantar a los niños. Un argumento más elaborado fue el que esbozó el franciscano Ignacio Santillán en 1777, quien, con la intención de calmar la “angustia” de su hija de confesión María Petra Serra, reconoció que la creencia en el infierno buscaba “controlar las acciones de los creyentes” y si bien, no garantizaba el cumplimiento de las “reglas cristianas”, podía ayudar a restringir “la libertad con la que actuaban” para evitar un mal comportamiento.6 Esta reflexión, mal entendida por Serra que lo denunció ante la Inquisición, daba cuenta del papel que cumplía social e ideológicamente el infierno. Sin poner en duda que era una creencia religiosa, Santillán admitía que tenía una función de control social tendiente a limitar las transgresiones individuales y sociales, o como decía Pedro Juan Pinamonti (1734) evitar que el mundo se volviera caótico al no existir un lugar al cual temer.

De acuerdo con Quintero (2005), existen dos dimensiones en los procedimientos del control social: el de las prácticas cuya intención es proteger a la sociedad de cualquier transgresión a través de acciones punitivas, y el de los discursos que buscan instruir sobre las reglas y normas sociales que deben mantenerse, la cuales, a su vez, se consideran el orden lógico y racional de la sociedad. La interacción de los dos elementos define la actuación y el pensamiento del sujeto social. En este caso, Ignacio Santillán buscaba evidenciar los fines que cumplía el discurso religioso para el control de la sociedad, pues la transgresión de las normas conduciría al infierno, destino que se podía cambiar por medio del arrepentimiento que ayudaba a aplacar la “indignación del juez celestial”. Para que este discurso tuviera efecto entre la población, los religiosos incentivaron el temor entre los fieles por medio de varias estrategias que incluían sermones, ejercicios espirituales, misiones, pinturas murales y de caballete, esculturas, bajorrelieves, reflexiones teológicas y libros de meditación (García, 2009; Wobeser, 2009). De acuerdo con Santo Tomás de Aquino (1989), el temor tenía una doble raíz: el mal futuro que no se podía resistir y el miedo de perder lo amado, en este caso la divinidad. En los dos casos no se consideraba lo presente sino lo futuro. El temor crecía en función de la magnitud del mal y la debilidad del que temía. Cuando el mal no tenía remedio se consideraba perpetuo o de larga duración, lo cual lo volvía sumamente “terrible”. (ST, q. 41, a. 1-2; q. 42, a. 1, 3, 5-6, parte 1-11). El aquinense estableció una jerarquización del temor: el humano o mundano derivado de los males que atemorizaban a los creyentes, el servil que se manifestaba por el miedo de la pena, el filial que era el deseo de no ofender al padre y el inicial que se ubicaba entre el servil y el filial (ST, q. 19, a. 3).7

Este trabajo centra su atención en dos estrategias que incentivaban el temor: el pensamiento teológico y las misiones. En el primer caso, la reflexión y difusión del pensamiento sobre el infierno permitió pasar de un dominio social basado en la “coerción-violencia física” a uno en el que predominaba la “coerción-violencia simbólica” de las conciencias (González, 2007). Así se podía observar, por ejemplo, en el libro Gritos del Infierno del racionero catedralicio zaragozano Joseph Boneta (1718),8 en el cual se mostraba al temor como la única vía para lograr la salvación, pues era preferible provocar el “horror breve pero medicinal” a uno “irremediable y sempiterno”. La reflexión sobre ese lugar, según el religioso, podía provocar la pérdida del juicio y la salud, lo cual era preferible ante la posibilidad de una condena eterna. Boneta no exageraba en su apreciación. Algunos estudios (Vizuete, 2015; Vizuete, 2016) han mostrado que las meditaciones sobre la muerte, el juicio y el infierno generaron un “imaginario macabro” en el que predominaba la angustia y el temor, pero al mismo tiempo se incentivó una “espiritualidad emotiva” que ponía al sufrimiento como un medio para alcanzar el perdón, es decir, se gestó una sensibilidad religiosa que oscilaba entre el dolor y el temor. Para convencer a sus lectores, Boneta (1718) mostraba casos de condenados que contaban las razones por las que fueron castigados y cómo se podía evitar ese destino. El libro, cargado de numerosas figuras retóricas, proponía, entre otras cosas, un razonamiento sobre los elementos que conformaban el infierno y las penas que se padecían por pecados específicos.

Por ejemplo, sobre la eternidad de las penas, un condenado decía que “ahora es mi pena el velar siempre para ver siempre. Y lo que veo siempre, es el siempre que he de penar; que no sólo es el mayor tormento de la eternidad, sino toda la eternidad juntas porque estoy viendo siempre su interminable siempre, sin olvidarlo nunca” (Boneta, 1718, 10).9 Esta estrategia retórica fue ampliamente utilizada por el jesuita, tal como se puede corroborar en Gritos del purgatorio en donde también hablaban las almas, aunque, en este caso, su intención era distinta pues pedían favores, a diferencia de los condenados que no podían hacerlo pues esa prohibición formaba parte de sus penas. El ejemplo, tanto de los condenados como de las almas purgantes, resultaba fundamental para abrir los “oídos” del alma. Algunos religiosos (Escriva, 1616; Herrera, 1617; Cruz, 1681; Boneta, 1718; Celt, 1760) advertían que el conocimiento de las penas no bastaba para cambiar la vida de los creyentes, se requería mayor instrucción en los misterios de la fe para que tuvieran una mejor comprensión del pecado. En este sentido, el papel de los predicadores era fundamental para sacar a los fieles de su error, pues se pensaba que los relatos sobre los castigos eran “patrañas fabulosas”, sin tener en consideración que su acción implicaba, en sí misma, un pecado de malicia. Los eclesiásticos advertían que la meditación sobre el infierno constituía un “principio de sabiduría” porque proporcionaba salud al alma y ayudaba a reformar las actitudes (Herrera, 1617; Alamin, 1724; Pinamonti, 1734). En este sentido, la literatura religiosa adquirió relevancia porque debía suscitar la conversión a través de la lectura, o por decirlo de otra forma, era una forma de predicación escrita.


Los castigos en el infierno: las penas de sentido

En el pensamiento cristiano se ubicó al infierno en la parte más profunda del planeta, pero no existía consenso respecto a sus dimensiones: unos planteaban que tenía muchas millas de profundidad y de altura, mientras que otros pensaban que abarcaba 11 mil leguas a lo largo (53 108.33 kilómetros) y 4 mil millas a lo ancho (19 312.12 kilómetros). En el imaginario religioso se asoció al infierno con el norte y la izquierda, mientras que el cielo se vinculaba con el sur y la derecha. También se advertía que el infierno era una categoría genérica que aludía a los cuatro senos (el de Abraham, el limbo, el purgatorio y el infierno) en los que se encontraban las almas. En el infierno se encontraban las almas que sufrirían por la eternidad, en el purgatorio las que se purificaban para llegar al cielo, en el limbo los niños que no fueron bautizados y en el seno de Abraham, también conocido como “lugar de los entretenidos”, habían estado las almas que mantenían la esperanza de redención y que se desocupó después del descenso de Jesús a los infiernos. En el infierno y en el purgatorio se padecían penas de sentido y de daño, mientras que en el limbo y en el seno de Abraham se sufría una ínfima pena de daño.10 El último se ubicaba en lo más alto por ser una “cárcel honrosa”, a diferencia del infierno situado en la parte más ínfima. Un aspecto central en la concepción del infierno eran los castigos que recibía el alma por la gravedad de sus pecados, esto es, la voluntad que inspiró su acto pues ésta, según el aquinense, se consideraba el “apetito racional” del ser humano y por lo mismo, de cualquier acto se conocía el fin por su obrar (STa, c. 6, a.1)

Como los pecadores no tenían temor de Dios, no alcanzaban la misericordia divina y su condena era eterna. Se distinguían dos tipos de pena: de duración vinculada con las acciones del cuerpo11 y de intención cuando el alma era la causante (Serpi, 1604; Herrera, 1617; Vascones, 1732). En el razonamiento de los eclesiásticos (Escriva, 1616; Cruz, 1681; Alamin, 1724), los castigos infernales tenían un carácter preventivo, pues se buscaba que los creyentes escarmentaran con el ejemplo, además de cumplirse con la justicia divina. En el infierno se padecían dos tipos de penas: de sentido y de daño. Esta división comenzó a tener relevancia a partir del siglo XII. Ruperto de Deutz (1075-1129) afirmaba que merecían una penitencia corporal aquellos sentidos que habían pecado, pues éstos contribuían a la “contaminación” del cuerpo por la interrelación establecida entre el afuera y el adentro. Por su parte, Guillermo de Saint-Thierry indicaba que por medio del órgano sensorial se percibía, pero el alma era la que reconocía esas sensaciones. La punición de los sentidos, según Ortúzar (2019), tenía una finalidad moral, pues no se sancionaban las sensaciones sino el modo de actuar. Las penas de sentido se denominaban “segunda muerte” por representar la muerte perpetua del alma, la cual debía ser atormentada por el fuego para consumir la podredumbre del pecado. En el pensamiento religioso se advertía que el fuego infernal era violento por su calidad, vasto y dilatado por su grandeza, poderoso por su origen, vehemente por su función y tenía un intenso movimiento de reverberación. El fuego infernal compartía la misma naturaleza que el terrestre, pero se diferenciaba en que el primero tenía su origen en el cielo.

Como la “gente común” no alcanzaba a comprender la manera cómo el fuego material y sensitivo torturaba a unas almas incorpóreas e inmateriales, se argumentaba que el fuego actuaba sobre las almas gracias a una “acción maravillosa y secreta” de Dios, quien las dotaba de un cuerpo formado, en esencia, por el mismo fuego que desde su interior la purificaba y atormentaba. El fuego no era el único padecimiento del alma, pues también se sufrían otros tormentos tendientes a mantener el dolor en todo momento y en cada parte del cuerpo. El dolor tenía una triple característica: era intolerable por la intención, interminable por la duración y generaba un constante temor (Cruz, 1681; Señeri, 1695; Boneta, 1718; Pinamonti, 1734). Los demonios eran los encargados de ejecutar los castigos impuestos por Dios,12 pues si ellos se hubieran atribuido ese derecho entonces las penas no hubieran sido eternas, y no habría necesidad de un lugar de castigo. Los condenados portaban cadenas de fuego y se les conducía a un valle profundo. En el trayecto recibían diversas puniciones, aunque se aclaraba que no se utilizaban instrumentos de castigo (ruedas, garfios, cuchillos, lazos, navajas y tenazas), ni animales (serpientes, dragones, arañas, sapos, leopardos y lagartijas) para hacerlo.13 Se les mencionaba para que la gente “común” entendiera la crudeza del castigo, pues la exageración resultaba un medio adecuado para incentivar el miedo, es decir, se utilizaba lo conocido para describir lo desconocido.14

En el imaginario del infierno de los siglos XVI a XVIII se integraron otras puniciones como un lago de agua congelada,15 vientos “furiosos”, grandes tempestades y rayos. Los condenados tenían que pasar cierto tiempo en cada uno de esos tormentos, debido a que las puniciones eran extensivas más no intensivas. Si bien el cuerpo sufría en conjunto por ser el causante del pecado, la divinidad dispuso que los sentidos padecieran penas particulares por constituir el medio para conocer el mundo exterior y por lo mismo, la primera causa de condenación (Serpi, 1604; Escriva, 1616; Herrera, 1617; Roa, 1624; Boneta, 1718; Vascones, 1732; Pinamonti, 1734; Celt, 1760). La atención prestada a los sentidos daba cuenta de la importancia que había adquirido el estudio de lo humano desde el siglo XII. Algunos pensadores como Hugo de San Víctor (1141), Isaac de Stella (110-1178) y Alcher de Claraval (1180) consideraban que la percepción sensorial era fundamental para alcanzar el conocimiento divino, motivo por el cual se buscó entender su función y uso, además de que se estableció una jerarquía que se modificó de acuerdo a los cambios socioculturales que experimentaba la sociedad. Así, Hugo de San Víctor y Bernardo de Claraval (1090-1153) le otorgaron primacía a la vista, mientras que en un segundo plano se encontraban el oído, el olfato y el gusto. Al tacto no se le otorgó un lugar especial, pues se decía que estaba presente en todos los sentidos. La vista alcanzó la cima de los sentidos porque iba de adentro hacia afuera, a diferencia de los otros que iban en sentido contrario.

La jerarquización de los sentidos mostraba notables diferencias entre los escritores. Ricardo de san Víctor (1173) y Bernardo de Claraval consideraban al olfato como el más puro, mientras que Hugo de San Víctor decía que lo eran el ojo y el oído, en tanto que el gusto y el tacto eran los más impuros (Coronado, Palazo y Rodríguez, 2019; Ortúzar, 2019). Para el siglo XVII se había establecido que la vista y el oído eran las vías de entrada de los placeres intelectuales y contemplativos, en tanto que el olfato, el gusto y el tacto constituían los sentidos propios de la corporalidad. De acuerdo con los religiosos, el principal tormento de la vista sería la ceguera ocasionada por la oscuridad, situación paradójica en un lugar dominado por el fuego pero explicable porque éste estaba constituido por el resplandor y el calor. El primero se destinaba para la alegría de los bienaventurados, mientras que el calor se situaba en el infierno. El fuego opaco producía un humo denso que sofocaba a los condenados, pues se introducía en su boca, ojos, oídos y nariz. La oscuridad causaba horror, tristeza y melancolía en los pecadores al impedir la observación de la luz de la sabiduría divina, pero al mismo tiempo permitía ver la fealdad de las figuras demoníacas. Algunos teólogos asociaban la monstruosidad de los demonios y de los condenados con la suciedad. Esta descripción buscaba causar horror, pues la deformidad engendraba sentimientos de asco y repugnancia. El pavor hacia esos seres inmundos se sustentaba en la idea de que se podía ser como ellos, emoción que se acrecentaba cuando los pecadores se daban cuenta de su propia realidad.

El oído, por su parte, tendría que padecer las imprecaciones, las blasfemias, las maldiciones y las quejas en contra de Dios, mismas que mostraban la podredumbre del alma de los condenados (Roa, 1624; Cruz, 1681; Boneta, 1718; Alamin, 1724). Sus voces se unían para formar un “coro infernal” que buscaba acallar la música celestial. La disonancia de ese “coro”, sustentado en el odio, ocasionaba una gran confusión y un estado de “furia infernal” en el que los condenados buscaban causarse daño entre sí. El oído también lidiaba con el fuego que se introducía por esa cavidad para llegar al cerebro, a fin de castigar el lugar en el que se gestaron las malas intenciones. En lo que respecta al olfato, se sufrían intolerables olores provenientes del azufre, el betún, los pecados y las entrañas de Satanás (Herrera, 1617; Boneta, 1718; Vascones, 1732). En la tradición occidental se ha asociado el mal olor con la oscuridad, la humedad y lo subterráneo, pues lo inferior se ha vinculado con lo inmundo. Como el olfato ocupaba la posición más baja en la jerarquía de los sentidos, no resultaba extraño que se le considerara el sentido del infierno. De hecho, el mal olor asociado a lo demoniaco se materializaba en la palabra Mefistófeles que significa olor pestilente. El gusto sufriría a causa del hambre y de la sed, aunque su peor sufrimiento era convertirse en el alimento eterno de los demonios, (Serpi, 1604; Roa, 1624; Celt, 1760). El sentido del tacto era el que sufría el mayor tormento, pues el cuerpo terrenal era sustituido por uno de fuego cuyas heridas provocaban que los condenados parecieran “llagas vivientes”. Estos castigos buscaban reprimir la sensibilidad de un sentido que abusó de los placeres (Alvarado, 1613; Pinamonte, 1734).

La divinidad también disponía penas especiales para los vicios espirituales: los soberbios padecían por la ignorancia y la confusión, los codiciosos por el recuerdo de sus bienes, los vanidosos vestían con hierro ardiente y los envidiosos por la felicidad de los bienaventurados, la pureza de los ángeles y el lugar de los santos en el concierto celestial (Herrera, 1617; Vascones, 1732). Algunos teólogos (Escriva, 1616; Pinamonti, 1734) consideraban a la envidia como uno de los peores pecados, pues concitaba sentimientos de ira que nublaban el uso de la razón y excitaba el deseo de venganza. La ira, como hija de la soberbia, buscaba hacer daño por lo cual se concebía como una “pasión inasible”.


La pena de daño


La pena de daño consistía en abstenerse de apreciar la gloria de Dios, lo cual generaba un gran daño en el alma porque aspiraba a contemplar la beatífica visión.16 Si no podía hacerlo, a causa de sus pecados, el deseo se convertía en odio eterno. La pena de daño era infinita por su duración y por el bien del que se privaba (Escriva, 1616; Boneta, 1718; Celt, 1760). Ninguna de las penas de sentido se podía equiparar con la pérdida de la visión de Dios, debido a que la pena de daño era padecida por las potencias del alma: el entendimiento sufría la angustia de verse privado de la divina luz, la memoria recordaba los deleites causantes de su desgracia y la voluntad buscaba alcanzar lo que al entendimiento se le negaba. En el corazón del condenado se generaban tres llagas: la aflicción de saber en dónde estaba, la turbación de conocer cuál era su destino y la angustia de entender que no saldría de ahí. Ante la imposibilidad de gozar de la visión de Dios, el condenado generaba sentimientos de odio, rabia, desesperación y venganza que contribuían a generar un infierno interno, pues buscaba lo que no tenía y detestaba lo que tenía. La angustia del alma se manifestaba en un estado permanente de infelicidad. En cuanto a los sentidos interiores, la imaginación sería atormentada por la aprehensión continua y vehemente de los castigos, mientras que el apetito sensitivo sufriría por sus pasiones insatisfechas (Alvarado, 1613; Herrera, 1617; Vascones, 1732). Un aspecto a considerar, tanto en las penas de sentido como en la de daño, era el papel otorgado a la visión. Esta postura retomaba el paradigma perceptivo visual que había dominado la cultura occidental, la cual vinculaba el sentido de la vista con la racionalidad al proporcionar un acceso inmediato al mundo externo.

Como lo visual se convirtió en la experiencia perceptiva por excelencia, los demás sentidos pasaron a un plano secundario (Goff y Truong, 2005; Jenks, 1997; Villamil, 2009, 98; Hutmacher, 2019; Prósperi, 2016). Perder la visión, a causa del pecado, se consideraba el peor castigo que podía padecer el ser humano. De hecho, santo Tomás (1990, q. 15, a.1-3, parte III) advertía sobre la existencia de dos tipos de ceguera: la corporal y la de la mente. La primera tenía consecuencias físicas, mientras que la segunda privaba de la luz de la gracia, lo cual implicaba la nulificación del don del entendimiento y no se podía tener conocimiento de los bienes espirituales. Por este motivo, la ceguera de la mente se consideraba un pecado. Ahora bien, si retomamos el caso de Juan de Ballesteros, se puede apreciar que el conocimiento doctrinal había logrado su cometido, pues este personaje sintió un gran “horror” cuando observó las llamas que salían de un horno y comenzó a pensar sobre lo “terrible” que serían las del infierno. Resulta importante reflexionar sobre la asociación que Juan realizó entre el horno y los castigos infernales. Aunque en la descripción de las penas de sentido no se mencionaba un horno, éste aparecía en diversas obras. Por ejemplo, entre las puniciones que se presentaban en el Apocalipsis de Pablo se encontraba uno de fuego del que salían siete tipos de llamas: una de fuego, una de hielo, una de nieve, una de sangre, una de serpientes, una de relámpagos y una de hedor (Vergara, 2008; Vizuete, 2015). En el Libro de la Vida, Santa Teresa de Jesús (1995) mencionaba que la entrada del infierno era “un callejón muy largo y muy estrecho, a manera de horno muy bajo y oscuro y angosto”.

En los sermones de Pedro de Calatayud se hablaba de nueve calles del infierno: la del abismo, la del estanque, la del pozo, la del horno, la del humo, la del hielo, la del gusano, la del carnerario y la de las tinieblas (Vizuete, 2015).17 En Gritos del infierno, Joseph Boneta (1718) afirmaba que “esas llamas que ves en los hornos, y que te atemorizan tanto, ni queman ni dan aun calor, comparadas con lo que abrasan estas [las del infierno]”. La distancia temporal entre la denuncia inquisitorial y la publicación del libro (1706) daba cuenta de la imposibilidad de que Ballesteros conociera su contenido, pero resulta interesante constatar las similitudes en el discurso escrito y en las palabras del denunciante, pues da cuenta de la existencia de un imaginario difundido entre los creyentes, gracias a las escenas escatológicas en donde el castigo predominante era el del horno (García, 2009).


La predicación popular


Para que el conocimiento religioso tuviera impacto entre los fieles, se aplicaron una serie de estrategias para tal finalidad, entre las que destacó la predicación. Desde los inicios del cristianismo, se recomendó que los pastores de almas utilizaran el miedo al infierno para que los creyentes se mantuvieran por el buen camino, pero, como advirtió San Jerónimo en el siglo IV, debía emplearse un tipo de “suerte terrorífica” pues el infierno alegórico no funcionaba para el pueblo llano. Cesáreo de Arles (470-542) recomendaba que los predicadores fueran severos en sus enseñanzas, pues el miedo al infierno debía convertirse en un arma pastoral (Minois, 1994). Existían dos tipos de predicaciones: los sermones y la predicación popular. Los dos tenían el objetivo de cristianizar a la sociedad, pero variaban en cuanto a la atención que se le prestaba a las cuestiones particulares y a la brillantez retórica. El primero se podía considerar un sofisticado ejercicio literario que apelaba a la dificultad, un elemento esencial en el barroco, y cumplía un objetivo pedagógico, catequético e informativo (Mayer, 2009). En contraste, las predicaciones populares recurrían a la claridad y a la llaneza, a fin de hacer más accesibles los contenidos, aunque ello no significó que fueran distintas, pues las dos buscaban convertirse en guías espirituales y en instrumentos de control social. Tanto la predicación misional como la oratoria de “aparato” requerían idénticos procedimientos y recursos (la sorpresa, la aparatosidad y la parateatralidad) para captar la audiencia de su público, pero la primera los exacerbó al grado que significó una ruptura con la retórica solemne, debido a que el “método” misional apelaba a la improvisación y al perfeccionamiento de las formas de persuadir según las circunstancias (Rico, 2002; Rico, 2002a; López, 2022).

La predicación popular, asociada a la labor misional, se convirtió, como indica Rico (2002a), en la “máxima expresión de la predicación popular y barroca”, además de que se convirtió en un instrumento privilegiado para la religiosidad postridentina que pretendía la “conquista ‘católica’ del orbe” (Rico, 2003). Las misiones populares centraban su atención en la reflexión de los mandamientos, los novísimos (muerte, juicio particular, infierno, gloria y juicio final) y las verdades elementales de la fe. Se pensaba que la meditación de estos asuntos ayudaría a que los fieles cambiaran de vida, pues éstos tenían un bajo nivel de educación religiosa. Este miedo “dirigido”, como lo define Bueno (2015), y sancionado por la institución eclesial, apelaba a crear un terror profundo entre los creyentes. Las misiones no tenían la pretensión de realizar una catequesis completa, más bien buscaban causar conmoción entre los creyentes para que cambiaran su modo de vida, motivo por el cual los sermones sobre los novísimos y las verdades eternas se alternaban con instrucciones catequéticas. Los jesuitas y los capuchinos fueron los principales encargados de las misiones. Ellos empleaban diversos métodos para lograr su objetivo. En este sentido, no se podía hablar de la existencia de una “misión modelo”, pues ésta se tenía que adaptar a las circunstancias y a la experiencia de los misioneros. Ello significó, en última instancia, que se realizaron cambios en la forma de predicar y de persuadir a sus auditorios, debido a que este tipo de oratoria no se circunscribió a los modelos retóricos establecidos, sino que se adaptaba a las necesidades de la predicación y de los oyentes (Burrieza, 1998; Rico, 2002; Rico, 2002a; Rico, 2003; Jiménez, 2024). De acuerdo con Vizuete (2015; 2022), las misiones podían durar entre 7 y 15 días. En ellas se utilizaba una oratoria simple y una serie de recursos efectistas para atraer la atención del público.

Aunque los misioneros ofrecían “espectáculos” similares a los del teatro, ello no significaba que la predicación misional fuera teatral, más bien tenía un carácter representacional, es decir, se materializaba la cosa representada. Rico (2002; 2002a, 2003) explica que el ambiente cultural de la época barroca estuvo marcado por la teatralización de la vida social, lo cual influyó en la predicación misional que adoptó esa circunstancia para “representar” y dramatizar las palabras del orador. La utilización de recursos plásticos y retóricos buscaba ofrecer información a la vista y al oído, situación que no resultaba extraña pues, como se mencionó antes, se consideraba que los sentidos superiores del cuerpo estaban estrechamente relacionados con el entendimiento. Se aconsejaba que el discurso tuviera sencillez y claridad, a fin de que fuera entendido por un auditorio de limitada capacidad, aunque se debían respetar ciertos principios y objetivos. Con la intención de lograr la representación material de los asuntos tratados, en la predicación se introdujeron elementos teatrales como la música, la iluminación, efectos espectaculares y una actuación exagerada del misionero. Se tiene conocimiento que estos actos se efectuaban en espacios abiertos y se realizaban en la noche para generar mayor dramatismo. Los creyentes se reunían en un lugar a la espera de los misioneros, quienes llegaban acompañados por una procesión de teas encendidas y se escuchaban gritos y aullidos “espantosos”.

El misionero comenzaba su sermón e incitaba a los fieles a que se arrepintieran de sus pecados por medio del examen de conciencia, mientras tanto aparecían personajes disfrazados de demonios que buscaban aterrorizar a los oyentes (Rico, 2002; Rico, 2002a).18 El acto central de la prédica era la aparición de una pintura que representaba un alma condenada, con la cual se establecía un largo diálogo. La utilización de la imagen, en conjunto con el lenguaje, constituía una estrategia tendiente a fortalecer el horror al infierno, además que permitía acercar un conocimiento que rebasaba los límites de la comprensión humana (Carrasco, 2012). Aunque la experiencia resultaba traumática, en especial porque se jugaba con las emociones y con la imaginación de los espectadores, las misiones resultaron exitosas en virtud de que se lograba la conversión de los fieles, a la vez que se lograban afianzar ciertas prácticas devotas como la confesión, la comunión, la oración mental, la penitencia y el culto a santos y vírgenes (Rico, 2004; Vizuete, 2022). Así, la predicación se convirtió en un mecanismo esencial para arraigar lo que Saito (2023) llama la “política afectiva del miedo”, pues se incentivaba el temor al infierno pero al mismo tiempo, se reconocía al amor divino como un medio de salvación. Minois (1994) considera que la utilización de imágenes terroríficas tenía el objetivo de satisfacer, en forma simbólica, los deseos reprimidos de los fieles, pues resultaba más sencillo aceptar los suplicios cuando ocurren en la imaginación. Sin embargo, Saito (2023) argumenta que las imágenes favorecían una mayor eficacia pedagógica que el adoctrinamiento textual o verbal.

Al parecer, algunas de las imágenes utilizadas por los misioneros resultaban exageradas, motivo por el cual en el IV Concilio Provincial Mexicano (1771) se ordenó que no se sacaran “pinturas extrañas” de condenados, ni otras “invenciones” que no estuvieran aprobadas por la Iglesia (Vizuete, 2015). Si bien Vizuete (2022) advierte que no se conservaron las imágenes empleadas por los misioneros en su predicación, en algunos expedientes inquisitoriales existen referencias al respecto. Por ejemplo, en una denuncia realizada en junio de 1717 en contra de las mulatas Juana de Santiago, la “mata vacas”, e Isabel de Mejía, Inés de Barbosa mencionaba que en los sermones se hablaba sobre las almas condenadas y les mostró un lienzo en el que se representaba a una de ellas.19 En otra denuncia presentada en contra del soldado Pedro García, en mayo de 1776, Francisco de León indicó que los padres misioneros mostraron una pintura de un condenado envuelto en llamas y cuyo cuerpo era aprisionado por unas víboras. Aunque en un principio Pedro negó la existencia del infierno, después reconoció que la imagen buscaba inculcar miedo al mostrar la imposibilidad de que las almas salieran de ese lugar.20 Los dos casos evidencian el poder de las imágenes para crear sensaciones de temor entre los creyentes, pero resulta interesante que Inés de Barbosa mencionara que tenía una en su casa. Es probable que haya sufrido una equivocación y que no mostrara una imagen infernal, sino una de ánimas en las cuales también se representaban a personas envueltas en llamas. Al fin y al cabo, su intención era generarle miedo a las mujeres que negaban la existencia del infierno.


A manera de conclusión


Los religiosos fueron prolijos en cuanto a la descripción de los castigos infernales. Ellos buscaban incentivar el temor para que los creyentes se comportaran de manera correcta. La creencia en el infierno cumplía con una doble finalidad: un medio de control social y una manera de recordar las obligaciones religiosas tendientes a lograr la salvación. El temor al infierno se manejaba en el ámbito del imaginario y estaba sustentado en una construcción retórica que tendía a enfatizar la “realidad” de un lugar extraterrenal que se consideraba verdadero, tanto por los fieles como por los encargados del adoctrinamiento. La creencia en este lugar se consideraba un artículo de fe, por lo que no había espacio para la disensión. Los que negaban el infierno debían ser perseguidos, pues este acto representaba la desacralización de una idea. Cuando se dejaba de tener miedo a lo que sucedería en la otra vida, se podía actuar con mayor libertad y se le otorgaba mayor preponderancia a lo terrenal sobre lo inmaterial. El peligro de condenarse por la eternidad pasaba a un segundo plano, lo que significaba perder parte del control que se tenía sobre los individuos, tanto en el plano material como en el espiritual. Es importante preguntarse qué tan profundo fue el conocimiento que los individuos tenían de las penas del infierno. La mayor parte de los testimonios sobre el infierno referían el castigo del fuego. Por ejemplo, en el son “el pan de jarabe”, denunciado en 1779, en unas líneas se cantaba “cuando estés en el infierno/todito lleno de llamas/ahí va la india, que no le hablas”. La referencia a la carnalidad no fue el principal motivo de la delación, sino el haber afirmado en otro párrafo que el infierno se había acabado y ya no habría condenación.

En 1792, Nicolás de Riscos negó que en el infierno existieran dragones, serpientes o “lo que aparecía pintado en los cuadros”.21 Este mismo argumento se repitió en unas letrillas publicadas en La Gaceta de Guatemala en 1805, en el que se afirmaba “si alguna vez has oído/que hay en el infierno sapos/culebras y gusarapos/garfios de hierro encendidos/ y a más plomo derretido/con azufre, cual poleas/no lo creas” (Baudot y Méndez, 1997). Estos testimonios daban cuenta de que las penas de sentido formaban parte del imaginario de la mayor parte de los denunciados, aunque resulta llamativo que las alusiones al fuego fueran limitadas y que la negación se centrara en aquellos aspectos ligados a la corporalidad. Lo anterior podría explicarse por la manera en la que se enfrentaban los miedos suscitados ante una amenaza futura. Como lo indican Fuentes y Rosado (2008), la evocación se convierte en un catalizador del miedo, debido a que la memoria hace aparecer lo ausente e incentiva el “miedo profundo” del individuo, los cuales, a su vez, son socialmente construidos. El miedo al castigo físico podía ser más persuasivo que el simbólico. Un aspecto a considerar es el papel que se le otorgó al fuego, pues se desplazó su carácter simbólico para otorgarle un carácter material. Ravasi (2013) indica que el símbolo constituye una “dimensión típica del lenguaje religioso”, pues trasciende la realidad concreta para situarse en un “sentido superior y eterno”. El símbolo no es una simple metáfora, pues encarna un mensaje divino que trasciende lo cotidiano. En este sentido, símbolo y mensaje deben entenderse de manera conjunta. Aunque el fuego es un símbolo, la teología y la predicación desvirtuaron su mensaje para hacerlo más entendible a los creyentes. Al fuego inmaterial se le atribuyeron las características del terrenal para dar cuenta de la magnitud de las penas que recibían las almas condenadas.

Respecto a las penas de daño, sólo se cuenta con dos denuncias que se refieren a ellas. La primera involucraba al mencionado Nicolás de Riscos que negó la pena de daño, situación parecida a la del boticario Antonio de Quevedo que rechazaba la presencia de las penas de sentido, pero reconocía que la de daño era la “peor” que se podía padecer.22 Lo anterior no significaba que los fieles desconocieran la pena de daño, pero se le otorgaba mayor preponderancia a las penas de sentido, porque resultaba más comprensible mostrar los castigos corporales. La pena de daño implicaba tener un mayor conocimiento doctrinal, a diferencia de las penas de sentido que tenían mayor sentido para los creyentes por su asociación con el dolor y el sufrimiento. Observar el dolor ajeno activa el deseo de no experimentarlo en carne propia. En este sentido, el dolor individual se convierte en colectivo, pues lo que se reproduce es la experiencia y sus consecuencias en el cuerpo. El dolor revela la fragilidad de nuestra propia existencia (Cardona, 2014), sea en esta vida o en el más allá. Aunque son escasas las denuncias presentadas ante la Inquisición de la Nueva España relativas a la negación del infierno, destaca el temor que los denunciantes sentían por ese lugar del más allá. El caso de Ballesteros evidencia la manera en la que se lograba penetrar en el inconsciente de los creyentes, a fin de incentivar el miedo al fuego infernal y a las penas que se sufrirían en la eternidad. Pensar en ese fuego sobrenatural que causaría un dolor intenso y eterno, debía servir como un acicate para limitar las malas acciones. Sin embargo, la respuesta de Collazos evidenciaba las limitaciones del discurso infernal y el cuestionamiento que ciertos individuos realizaban del pensamiento doctrinal. Es evidente que los dos tenían conocimiento sobre el imaginario del infierno, pero cada uno lo asumía de forma diferenciada.

Lo mismo se puede decir de las otras denuncias mencionadas en el trabajo, pues los que negaban el infierno partían de una serie de ideas compartidas que daban cuenta de su nivel de entendimiento y de la forma en la que el imaginario del infierno se materializaba como un mecanismo de sujeción de las acciones individuales.









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1 Archivo General de la Nación (en adelante AGN) (México), fondo Inquisición, vol. 689, exp. 13, ff. 248-249.

2 AGN, fondo Inquisición, vol. 611, exp. 17, 1794; vol. 1046, exp. 14, 1714; vol. 1169, exp. s.n., 1717; vol. 1179, exp. 28, 1777; vol. 1136, exp. 5; vol. 1264, exp. 42, 1710; vol. 1357, exp. 9, 1768; vol. 1421, exp. 31, 1818; vol. 1446, exp. s.n., 1811; vol. 1453, exp. 5, 1811; vol. 1463, exp. 7, 1816.

3 AGN, fondo Inquisición, vol. 921, exp. 27, 1744; vol. 992, exp. 4, 1758; vol. 1147, exp. 34, 1777; vol. 1289, exp. s.n., 1786; vol. 1315, exp. 5, 1792; vol. 1333, exp. s.n., 1770; vol. 1357, exp. 9, 1768; vol. 1446, exp. s.n., 1811; vol. 1453, exp. 6, 1811; vol. 1455, exp. 10, 1813.

4 AGN, fondo Inquisición, vol. 611, exp. 17, 1794; vol. 868, exp. s.n., 1752; vol. 1043, exp. 6, 1761; vol. 1357, exp. 3, 1795; vol. 1446, exp. s.n., 1811.

5 AGN, fondo Inquisición, vol. 5, exp. 7, 1565; vol. 1043, exp. 6, 1761; vol. 1046, exp. 14, 1714; vol. 1147, exp. 34, 1777; vol. 1315, exp. 5, 1792; vol. 1319, exp. 12, 1797; vol. 1357, exp. 3, 1795; vol. 1421, exp. 31, 1818; vol. 1446, exp. s.n., 1811; vol. 1453, exp. 1, 1811.

6 AGN, fondo Inquisición, vol. 1147, exp. 34, 1777.

7 (Vizuete, 2016) En el Exercitatorio de la vida spiritual (1500) se retomó parte de la clasificación propuesta por Santo Tomás, pues se eliminó el temor servil y se sustituyó por el de atrición. De acuerdo con ese texto, el temor humano procedía del amor a sí mismo y a la vida, el de atrición se generaba por miedo al infierno o a una pena temporal, el inicial era una combinación del terror a Dios y al infierno, y el filial era el verdadero amor a Dios. El último era el único que conducía a la salvación.

8 Como lo menciona González (2007), Boneta buscaba que los “gritos” persuadieran a los creyentes al apelar a su conciencia y sensibilidad.

9 Carrasco (2012) menciona que los castigos infernales tenían cuatro elementos comunes: su eternidad, su repetición, la imposibilidad del escape y la conciencia del condenado de lo que ocurría. En la concepción del infierno existe una teoría del tiempo dominada por un presente eterno y circular, un tiempo en donde no hay pasado ni futuro, un tiempo de la desesperanza en el que el condenado tenía conciencia de su suplico y de la imposibilidad de escapar.

10 (Russell, 1986). La idea de que Jesús bajó al infierno estaba esbozada en los dos Testamentos, pero no se definió el tiempo de su permanencia. La tradición judeopalestina mencionaba que estuvo entre el viernes y el domingo. En el siglo V se discutió quiénes habían salido del reino de la muerte: los justos o los hebreos virtuosos. Se concluyó que se salvaron los patriarcas hebreos y los leales a la Alianza. Sin embargo, Orígenes, Cirilo de Alejandría, Agustín y Gregorio Nacianceno argumentaron que también habían salido los paganos virtuosos.

11 La vinculación entre cuerpo y alma apareció en el pensamiento griego. Como el cuerpo dejaba marcada las huellas de sus acciones en el alma, se asociaba a ésta con la representación de la corporalidad que tuvo en vida. Esta idea, retomada por el maniqueísmo, relacionó el mal moral con el cuerpo. Carrasco (2012) considera que la corporalidad en el infierno reforzaba la idea del enquistamiento del yo, pues los condenados pensaban que su cuerpo era la cárcel del alma.

12 Villavicencio (2011) menciona que existía la creencia, derivada de una interpretación del Apocalipsis de San Juan, de que las llamas del infierno provenían del trono de Dios, pero, como lo señala uno de los dictaminadores anónimos del artículo, esta aseveración resultaba errónea porque en el texto bíblico se hablaba de “siete lámparas de fuego” (Ap., c. 4, v. 5), del “fuego del cielo” que bajaba (Ap., c. 20, v. 9) y de un “estanque de fuego” (Ap., c. 20, v. 14 y 15). En este sentido, se debe tener en cuenta, de acuerdo con uno de los dictaminadores anónimos, que el lenguaje del Apocalipsis es simbólico, aspecto a considerar cuando se realizan interpretaciones bíblicas.

13 Wobeser (2009) menciona que los instrumentos de castigo utilizados en el infierno eran los mismos que se empleaban en las cámaras de tortura de las cárceles medievales.

14 (Russell, 1986; Minois, 1994). El pensamiento sobre el papel de los demonios ha sufrido diversas modificaciones. Orígenes pensaba que la mayoría de ellos se encontraban aprisionados en el infierno, mientras esperaban la presencia del Anticristo. Sólo algunos podían estar en la tierra para tentar a los seres humanos, mientras que los demás fungían como carceleros de los condenados sin que tuvieran libertad de movimiento. Delumeau (2002) considera que la iconografía demoníaca occidental, de los siglos XIV a XVI, se nutrió de elementos procedentes de Oriente, lo cual explica la presencia de dragones.

15 Le Goff (1989) menciona que el fuego y el hielo representaban dos elementos típicos de la imaginería del más allá.

16 Minois (1994) refiere que los primeros que hablaron de la peña de daño fueron Gregorio Nacianceno y San Juan Crisóstomo en el siglo IV. En el siglo XIII, el papa Inocencio III introdujo esta idea en la doctrina.

17 (Minois, 1994). En el infierno de El Corán también se hablaba del castigo del horno.

18 En los primeros años de la evangelización de la Nueva España, se utilizaron representaciones para transmitir el conocimiento doctrinal a los nuevos conversos, lo que significó, en palabras de Roselló (2009), la “americanización del mundo sobrenatural cristiano”. Una de éstas fue descrita por fray Toribio de Benavente (Motolinia). En una representación de la vida de San Francisco, se mostraba los castigos que el santo impuso a un borracho y a unas hechiceras por interrumpir su sermón, quienes fueron llevados a un lugar que simulaba el infierno, el cual, al final de la obra, fue quemado al tiempo que los demonios y condenados prorrumpieron en “voces y gritos”, lo que provocó “grima y espanto” entre los asistentes. ¿Qué tan eficaz resultaba este recurso? A través de testimonios que Motolinia (1914) recuperó y Mendieta (1870) reprodujo, se muestra la visión que algunos indígenas tlaxcaltecas tenían sobre el infierno en las décadas posteriores a la conquista española. Antes de morir, una niña le advirtió a un hombre llamado Simeón que dejara “la borrachera” porque destruía “tu ánima y te ha de llevar al infierno si no lo dejas”. En otro caso, un hombre le indicó que “había sido llevado en espíritu a ver las penas del infierno, a do del grande espanto, había padecido mucho tormento y grandísimo miedo”, pero como imploró la misericordia divina fue llevado por un ángel a un “lugar de mucho placer y deleite”. Un hombre llamado Juan también afirmaba que su “espíritu fue arrebatado y llevado por unos negros por un camino muy triste y penoso a un lugar oscuro y de grandísimos tormentos”, del que se libró por intervención de la virgen. Benavente indicaba que muchos indígenas “convertidos” contaban “revelaciones y visiones”, las cuales, por su sinceridad y simpleza”, podían parecer verdaderas pero también podían ser falsas, razón por la cual “no las escribo, ni las afirmo, ni las repruebo y también porque de muchos no sería creído”. Estas visiones, como advierte Roselló (2009), mezclaban los sueños y esperanzas humanistas-renacentistas con los miedos medievales. Fueron frecuentes las visiones del viaje al infierno en otros sectores sociales, y en otras épocas, tal como ocurrió con una monja llamada Isabel de la Encarnación que decía haberlo visitado con ayuda de su ángel de la guarda (Wobeser, 2015).

19 AGN, fondo Inquisición, vol. 1169, exp. s/n, 1717, ff. 177-179.

20 AGN, fondo Inquisición, vol. 1162, exp. 2, 1776, ff. 46-54. Roselló (2009) indica que en los primeros años de la evangelización, los misioneros representaron a indígenas “cargados de grilletes y esposas de hierro” que eran conducidos al infierno por los demonios.

21 Inquisición, vol. 1315, exp. 5, 1792, ff. 254-255.

22 Inquisición, vol. 1296, exp. 14, ff. 447-450

Rogelio Jiménez Marce

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