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Mártires del siglo XX en España. José
Máximo Moro Briz (1882-1936) y
Compañeros
20th-Century Martyrs in Spain. José Máximo Moro
Briz (1882-1936) and Companions
José Antonio Calvo Gómez
Universidad Católica de Ávila
jantonio.calvo@ucavila.es
ORCID: http://orcid.org/0000-0002-9483-6866
Resumen: Este trabajo de investigación
histórica trata de interpretar la vida, el
ministerio y el martirio de cinco sacerdo-
tes abulenses que entregaron su vida en
la persecución religiosa que se produjo
en España en el verano de 1936. La dió-
cesis de Ávila, al inicio de la Guerra Civil
española, que se prolongó entre 1936 y
1939, sufrió una grave persecución en la
que murieron treinta y tres sacerdotes, y
docenas de laicos. Muchas iglesias fueron
profanadas. En algunos casos, los tem-
plos fueron gravemente dañados, desva-
lijados o incendiados junto a preciosas
obras de arte sacro o archivos históricos
de parroquias y monasterios medievales,
que conformaban el patrimonio cultural
de la Iglesia. El proceso de canonización
de José Máximo Moro Briz y compañeros
mártires, beaticados en Tarragona 2013,
reveló la grandeza de algunos testimonios
sacerdotales que orecieron en medio
de la persecución. Este trabajo recupera
las actas de su martirio que, casi un siglo
después, mantienen intacta la memoria
Abstract: This historical research
work seeks to interpret the life, minis-
try, and martyrdom of ve priests from
Ávila who gave their lives during the
religious persecution that took place in
Spain in the summer of 1936. At the be-
ginning of the Spanish Civil War, which
lasted from 1936 to 1939, the Diocese
of Ávila suered severe persecution in
which thirty-three priests and dozens
of lay people died. Many churches were
desecrated. In some cases, temples were
severely damaged, looted, or burned,
along with precious works of sacred art
or historical archives of medieval pa-
rishes and monasteries, which formed
the cultural heritage of the Church. The
canonization process of José Máximo
Moro Briz and his fellow martyrs, beati-
ed in Tarragona in 2013, revealed the
greatness of some priestly testimonies
that ourished during the persecution.
This work recovers the records of their
martyrdom, which, almost a century
later, keep intact the memory of ve
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José Antonio Calvo Gómez
Introducción
En este trabajo, en el que recuperamos algunas ideas anteriores
(Calvo, 2014, 2017), pretendemos establecer, en unos trazos grue-
sos, las circunstancias históricas, políticas y, sobre todo, humanas
y sacerdotales que condicionaron la ofrenda de los cinco sacerdotes
abulenses que, junto a otros quinientos diecisiete mártires del siglo
XX en España, fueron beaticados en Tarragona el domingo 13 de
octubre de 2013 (González, 2013). En la primera parte, establecere-
mos algunos rasgos y elementos comunes a la situación de la diócesis
de Ávila en el primer tercio de la centuria para concretar después los
datos particulares de cada uno de los mártires. Lo más importante
es comprender que, al estallar la Guerra Civil, el 17 de julio de 1936,
se radicalizó, simultáneamente, la persecución religiosa en España
(Aróstegui, 2006; Aróstegui-Godicheu, 2006; García, 1979, 1980;
Graham, 1999; Juliá, 2004, 2006; Moa, 2003, 2004, 2005; Preston,
2006; Suero, 1999; Tamames, 2011; Vilar, 2000).
En esta persecución, por odio a la fe, como en aquellas que han
tenido lugar a lo largo de la historia, un grupo extraordinario de sa-
cerdotes seculares y religiosos, alrededor de 7000, unas trescientas
religiosas, y decenas de miles de laicos murieron por su fe, por su de-
lidad a Cristo Salvador (Alberti, 2008; Cárcel, 1990; Montero, 2000).
Ni uno solo de los sacerdotes renunció. Muchos evitaron la muer-
te, a veces escondidos durante meses en casas más o menos seguras.
“Aparta de mí este cáliz” (Lc 22:42), pudieron decir. Pero, ante la te-
situra del martirio, uno tras otro fueron confesando su fe, su entrega
radical a Cristo, su voluntad de permanecer eles hasta el nal. “Pero
no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22:42). Y en todos ellos, una
de cinco vidas sacerdotales que se entre-
garon, generosas, conadas, en manos del
Príncipe de los Mártires, por el bien del
pueblo de Dios.
Palabras claves: Ávila, martirio, sacer-
dotes, persecución religiosa, proceso de
canonización.
priestly lives who gave themselves, ge-
nerously and trustingly, into the hands
of the Prince of Martyrs, for the good of
the people of God.
Keywords: Ávila, canonization pro-
cess, martyrdom, priests, religious per-
secution.
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Mártires del siglo XX en España. José Máximo Moro Briz (1882-1936) y compañeros
misma consigna: yo os perdono como Cristo perdonó a sus enemigos.
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23:34) (Cár-
cel, 1995, 2013; González, 2007, 2012).
Con motivo de los cincuenta años de aquella persecución, la Con-
ferencia Episcopal Española redactó una instrucción pastoral titulada
Constructores de la paz, en la que indicaba que
La misión pacicadora de la Iglesia nos mueve a decir una palabra
de paz con ocasión de este aniversario. Tanto más cuanto que las
motivaciones religiosas estuvieron presentes en la división y en-
frentamiento de los españoles […] Los españoles necesitamos sa-
ber con serenidad lo que verdaderamente ocurrió en aquellos años
de amargo recuerdo.
Entre otras, los obispos dijeron que
Saber perdonar y olvidar son, además de una obligación cristiana,
condición indispensable para un futuro de reconciliación y de paz.
Aunque la Iglesia no pretende estar libre de todo error, quienes le
reprochan el haberse alineado con una de las partes contendientes
deben tener en cuenta la dureza de la persecución religiosa desa-
tada en España desde 1931. Nada de esto, ni por una parte ni por
otra, se debe repetir. Que el perdón y la magnanimidad sean el cli-
ma general de los nuevos tiempos. Recojamos todos la herencia de
los que murieron por su fe, perdonando a quienes los mataron, y
cuantos ofrecieron sus vidas por un futuro de paz y de justicia para
todos los españoles. (Conferencia, 1986, n. 4,1)
La Iglesia de Ávila, que brindó entonces una ofrenda generosa de
mártires, sacerdotes, religiosos y laicos (Calvo, 2009, 2012), con-
templa ya, entre los santos, a un número importante de sus mejores
hijos. A esta corona de gloria se unen ahora otros cinco sacerdo-
tes cuyo testimonio, sucintamente, recogemos a continuación (Cal-
vo, 2014, 2017). Su vida ha sido tratada en cinco obras, ya clásicas,
que recuperamos ahora (Sánchez, 1987, 2002, 2003; Sedano, 1941;
Toni, 1937).
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José Antonio Calvo Gómez
Beato José Máximo Moro Briz (1882-1936)
José Máximo Moro Briz nació en Santibáñez de Béjar, Salamanca,
en 1882 (Calvo, 2014, pp. 38-40; Calvo, 2017, pp. 130-132; Cárcel,
2013, pp. 1740-1743; Sánchez, 1987, pp. 133-138; Sánchez, 2002, pp.
17-24; Sánchez, 2003, pp. 219-257; Sedano, 1941, pp. 59-62; Toni,
1937, pp. 167-180). Sus padres, Jorge y Fernanda, formaban un hogar
profundamente cristiano donde maduró también la vocación sacer-
dotal de su hermano Santos, luego obispo de Ávila (Jiménez, 1980,
1993), y de su hermana Modesta, hija de la Caridad, martirizada en
octubre de 1936, también beaticada (Cárcel, 2013, p. 2150).
En 1896, don José Máximo ingresó en el Seminario Diocesano de
Ávila, donde alcanzó resultados académicos brillantes y fue ejemplo
de santidad para todos sus compañeros. El 24 de septiembre de 1910,
fue ordenado sacerdote por el obispo dominico fray Máximo Fernán-
dez y nombrado cura ecónomo de Santa Lucía y luego párroco de
Tormellas, siempre en el arciprestazgo de El Barco de Ávila (Sobrino,
2002, pp. 5-208).
Desde el primer momento, llamó la atención por su intensa vida
de piedad y celo pastoral, así como por los desvelos para atender ma-
terialmente a sus feligreses. Todavía se recuerda en aquellos pueblos
su intervención para que se instalase en las riberas del Tormes una
pequeña central eléctrica que suministrase energía a una comarca
singularmente desfavorecida.
En 1919, ejerció durante un tiempo como cura de Velayos, en la
Moraña; pero pronto regresó a Tormellas y a Navalonguilla, muy cer-
ca de allí. En 1924, fue nombrado arcipreste de El Barco hasta que, en
1926, fue trasladado a la villa de Cebreros, donde permaneció hasta
su muerte.
La vida pastoral en Cebreros no fue menos intensa. Antes de ama-
necer, don José Máximo abría personalmente la puerta de la iglesia,
donde se recogía en oración durante horas. Atendía con una pruden-
cia exquisita y sin ostentación a muchos enfermos, a los que pagaba
en secreto las medicinas que no podían comprar en la farmacia.
En la celebración de la eucaristía, decían, “se abría el cielo ante sus
ojos, como si pudiera hablar con Dios cara a cara”. Desde 1929, contó
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Mártires del siglo XX en España. José Máximo Moro Briz (1882-1936) y compañeros
con la ayuda de un coadjutor, don Zacarías Cecilio Martín, que tam-
bién alcanzó el martirio en octubre de 1936 (Sánchez, 1987, pp. 133-
138; Sánchez, 2003, pp. 145-147; Sedano, 1941, pp. 139-140; Toni,
1937, p. 178). Después de 1931, además de las dicultades de atender
a una población numerosa, todo se complicó un poco más.
El 22 de julio de 1936, llegó a Cebreros un grupo numeroso de mi-
licianos comunistas que venía de Madrid con intención de acabar in-
mediatamente con el párroco. Los feligreses lo impidieron y, de mo-
mento, consiguieron su libertad. Don José Máximo permaneció en el
pueblo, sin intención de huir.
Dos días después, un nuevo grupo de milicianos de la FAI, bien
armados, regresaron a la residencia del párroco, quien percibió que la
hora había llegado. Pidió morir allí mismo, pero le obligaron a salir de
casa y a montar en una furgoneta, camino de El Tiemblo. Le custodia-
ban más de 20 personas. Algunos, impresionados por su testimonio,
contaron luego lo sucedido.
Junto a la cuneta, en un pequeño montículo, don José Máximo
permanecía sujetado por un combatiente. Antes de iniciarse la ejecu-
ción, inesperadamente, una bala perdida salió disparada de uno de
los fusiles e hizo blanco en el miliciano.
La herida era mortal y el sacerdote lo percibió con claridad. Se
produjo un alboroto, una discusión acalorada entre los anarquistas.
En este momento hubo ocasión para que se mostrara indefectible
la grandeza de una vida ya antes entregada por su pueblo; don José
Máximo dejó constancia de la altura de su talla sacerdotal, extraordi-
naria, heroica, solo posible por la asistencia del Espíritu.
El sacerdote le confortó y le impartió la absolución sacramental, su
último acto ministerial: “Yo te absuelvo, en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo”. Luego, una ráfaga de disparos acabó con su
vida. Serían las cuatro de la tarde de aquel ya lejano 24 de julio de 1936.
Don José Máximo murió consciente de lo que estaba sucediendo.
Perdonó a sus perseguidores, sin palabras altisonantes, sin vanagloria.
En Cebreros se supo pronto que su querido párroco había muerto
como valiente soldado de Cristo, confesando una fe arraigada, conse-
cuente: “Viva Cristo Rey”. Ese mismo día había dejado escrito: “Sed
buenos, para que nos juntemos todos en el cielo”.
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José Antonio Calvo Gómez
Acababa de recibir la noticia de la muerte martirial de don Basi-
lio (Sánchez, 1987, pp. 146-149; Sánchez, 2003, pp. 149-154; Sedano,
1941, pp. 19-21; Toni, 1937, pp. 188-199), el párroco de Navalperal
de Pinares, y de sus eles colaboradores, Juan Verdugo y sus hijos
Ventura y Jesús, que le asistían como monaguillos (Calvo, 2009, p. 3;
Calvo, 2012, p. 12). No podía esperar otro destino para los que perma-
necieran eles en esta hora.
Hoy sus restos descansan en la capilla de los mártires de la Ca-
tedral de Ávila y su memoria martirial, muchos años después, sigue
muy viva entre los feligreses de Cebreros.
Beato Damián Gómez Jiménez (1871-1936)
El más anciano de los cinco sacerdotes, don Damián Gómez Ji-
ménez, nació en Solana de Rioalmar en 1871, hijo de Nicolás y Jo-
sefa (Calvo, 2014, pp. 40-42; Calvo, 2017, pp. 132-135; Cárcel, 2013,
pp. 1746-1750; Sánchez, 1987, pp. 65-70; Sánchez, 2002, pp. 25-34;
Sánchez, 2003, pp. 262-290; Sedano, 1941, pp. 33-35; Toni, 1937, pp.
33-37). Tras los estudios elementales en su pueblo, con poco más de
doce años, don Damián ingresó en el Seminario de Ávila con el rme
propósito de ser sacerdote.
En 1895, después de una brillante preparación académica y una
profunda vida espiritual, fue ordenado sacerdote por monseñor Mu-
ñoz Herrera, obispo de Ávila, y destinado inmediatamente a la pa-
rroquia de San Juan, en Olmedo, provincia de Valladolid y, entonces,
diócesis de Ávila.
Su tarea pastoral le llevó también a Papatrigo, a la parroquia de
Santa María, en Arévalo, y, desde 1911, a Mombeltrán, primero re-
gente, luego ecónomo y, desde 1913, párroco por oposición, según el
estilo de la época. Allí le precedió la fama de un aprecio grande por
sus feligreses morañegos y un celo pastoral extraordinario, entrega-
do, que adornaron, todavía más, sus extraordinarias cualidades hu-
manas y sacerdotales.
Los que hablaron de él contaron que derrochaba abnegación, sen-
cillez, modestia y servicio desinteresado por todos. A pesar de las di-
cultades que fueron surgiendo en Mombeltrán desde la proclamación
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Mártires del siglo XX en España. José Máximo Moro Briz (1882-1936) y compañeros
de la Segunda República, transmitió en todo momento comprensión
y perdón, que unió a una vida austera, heroica, penitente y callada,
que encandiló desde primera hora a los sencillos eles de la Villa.
Tampoco pasó desapercibida una piedad profunda, sólida, pro-
bada. Su trato con Cristo en la eucaristía, en las celebraciones de la
Semana Santa, en los momentos de intimidad ante el sagrario, ayu-
daron a fortalecer la fe de un pueblo que, sin ostentación, sin mani-
festaciones, le llamó el “Cura del Valle”, por la inuencia espiritual
que llegó a ejercer sobre el barranco de las Cinco Villas, las misiones
populares y los retiros que organizó para sacerdotes, a pesar de la
prohibición expresa de no superar los límites del templo parroquial
impuesta por las autoridades republicanas.
Llegó a cautivar también el afecto de los que no pensaban como él.
Fue un sacerdote santo, sencillo, celoso, sacricado, como un verda-
dero padre espiritual. Los que vinieron a buscarle aquel 19 de agosto
de 1936 no le conocían. “Conmigo no se meterán”, comentó entonces.
“Ya soy viejo y estoy enfermo”. Pero el corazón humano es complejo,
capaz de lo mejor, seguro; pero también cruel, obstinadamente cruel.
Lo que vino después no tiene explicación. No es posible compren-
der por qué llegó a acumularse tanto odio; qué llegó a despertar aquel
lobo que ofendió de tal manera al Creador en la persona de un sacer-
dote que ya hacía años que había entregado su vida, por amor, por
todos los habitantes del Valle.
No le dejaron coger su bastón. Quedó en casa de su sobrino, José
Robledo, mientras a don Damián le llevaron a empujones camino del
Comité. Le registraron para que entregara sus armas en una nueva
ofensa a su condición sacerdotal. Después vino la burla, la blasfemia,
el insulto. Pero don Damián vivió casi en silencio una ofrenda que
ahora, tras muchos años de servicio, se hacía en comunión más plena
con la misma sangre del Príncipe de los Mártires.
Hacia el mediodía, le subieron como pudieron sobre una furgo-
neta, camino del Puerto el Pico. “Dinos un sermón […] blasfema […]
repite estas palabras”. Los insultos, las blasfemias y los maltratos se
agudizaron al llegar a Cuevas del Valle. La furgoneta se detuvo para
que los milicianos pudieran reponer fuerzas y, don Damián, sediento,
les pidió de beber. A sus guardianes no se les ocurrió otra cosa más
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José Antonio Calvo Gómez
desalmada que ponerle un embudo en la garganta y, a la fuerza, ha-
cerle beber gasolina. De nuevo, en carretera, siguieron los golpes, las
blasfemias, los insultos.
La cumbre del Puerto el Pico, como aquel monte a las afueras de
Jerusalén, se convirtió en un nuevo Calvario para don Damián. Le
ofrecieron ayudarle a bajar de la furgoneta y él, con su edad y su peso,
sin perder ni en estas circunstancias la conanza en el ser humano, se
apoyó en lo que pensó que eran unos brazos ofrecidos para ayudarle.
Pero aquellos brazos traidores se retiraron en el momento en el que
don Damián cayó de bruces contra el suelo y se quebró la pierna iz-
quierda; una escena macabra, ambientada, cruel, con la risas de sus
captores.
Desnudo durante horas para avivar la impudicia, don Damián se
mantuvo rme en su convicción de pertenecer totalmente a Cristo
Salvador. No hubo ocasión de arrancar de él una palabra de odio, de
venganza. Después de horas de maltratos, de bárbaras atrocidades
contra el cuerpo y contra el alma de un sacerdote de Jesucristo, a las
siete de la tarde, de regreso a la Villa, poco antes de llegar a Cuevas,
don Damián fue arrojado desde la furgoneta para acabar, sobre una
piedra, bajo la descarga repetida de los fusiles de los milicianos. To-
davía tuvieron ocasión de cortarle sus órganos genitales y la lengua
que, decían, “no se había atrevido a blasfemar”.
Beato Agustín Bermejo Miranda (1904-1936)
Agustín Bermejo Miranda, hijo de Adolfo y Eulogia, nació en Puer-
to Castilla en 1904, donde recibió desde muy pronto su vocación al sa-
cerdocio (Calvo, 2014, 42-43; Calvo, 2017, pp. 135-137; Cárcel, 2013,
pp. 1743-1745; Sánchez, 1987, pp. 142-144; Sánchez, 2002, pp. 35-43;
Sánchez, 2003, pp. 291-317; Sedano, 1941, pp. 13-14; Toni, 1937, pp.
182-188). En 1915, con once años, ingresó en el Seminario de Ávila
después de que su inteligencia y sencillez hubieran conquistado ya el
cariño de sus paisanos, junto a los que volvía cada verano al terminar
el curso.
El 18 de diciembre de 1926, don Agustín fue ordenado sacerdo-
te por monseñor Plà y Deniel, y destinado a la parroquia de Horca-
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Mártires del siglo XX en España. José Máximo Moro Briz (1882-1936) y compañeros
jo de la Ribera. Después del servicio militar, que le llevó a trabajar
junto a las tropas españolas destinadas en África, fue envidado a
El Mirón, San Juan de la Nava, Arévalo, Parrillas, Bohoyo y nal-
mente a El Hoyo de Pinares, cuyo nombramiento está rmado el
27 de abril de 1935.
Los tiempos no fueron fáciles en El Hoyo, donde muchos movi-
mientos revolucionarios hicieron llegar sus consignas desde Madrid.
El celo pastoral de don Agustín tuvo que entreverarse profundamente
con la prudencia, la abnegación y la siembra generosa de la paz.
En poco más de un año, había llamado ya la atención por una ac-
tividad frenética, ecaz, hasta prodigiosa, como buen pastor de todos
los feligreses hoyancos. Su vida, pobre y sencilla, rubricaba una aten-
ción decidida a favor de los más pobres, los niños, los enfermos, los
ancianos.
Pero la hora de su ofrenda sacerdotal estaba ya jada y tuvo oca-
sión de rmar, con su sangre, la entrega que había hecho desde la
primera hora.
Con el estallido de la Guerra Civil y el recrudecimiento de la perse-
cución religiosa en España, desde el 19 de julio de 1936, don Agustín
y su madre fueron connados en la casa parroquial, incautada por los
milicianos.
Entregó también las llaves de la iglesia parroquial, convertida
desde entonces en almacén de víveres. Aunque le ofrecieron huir
hacia Ávila, no quiso abandonar a su madre ni a sus feligreses, cons-
ciente de la realidad que estaba viviendo. Conoció la muerte de don
Basilio, el párroco de Navalperal, y de don José Máximo, en Cebre-
ros, y pudo vislumbrar su propia muerte, para la que se preparó con
serenidad.
El 28 de agosto, esta de san Agustín, después de permanecer cua-
renta días encerrado en su casa, custodiado por varios guardias repu-
blicanos, aunque asistido por sus feligreses con no pequeño peligro
para sus vidas, los milicianos fueron a buscarle, de madrugada.
Su madre, consciente del momento, abrazó al hijo con fuerza.
Ante el reproche de los milicianos, como si de un gesto de debilidad
se tratara, don Agustín, sin palabras altisonantes, casi con ternura, se
volvió, los miró y les contestó: “abrazar y besar a una madre por últi-
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ma vez no es actitud de cobardes, sino de buenos hijos, de hombres
fuertes”.
Fue trasladado hasta el pantano del Burguillo, en El Barraco, don-
de fue fusilado en medio de un grito de amor.
Poco después de haberle dado muerte, en la plaza de El Hoyo de
Pinares, un miliciano jugaba con las gafas de don Agustín: “Ya se ha
dormido para siempre. Ya no las necesitará jamás. ¡Qué tío! Le decía-
mos que levantara el puño y que gritara ¡viva Rusia!, ¡viva el comunis-
mo! Y él siempre decía: ¡viva Cristo Rey!”.
Beato José García Librán (1909-1936)
José García Librán nació en Herreruela de Oropesa, Toledo, dióce-
sis de Ávila, el 18 de agosto de 1909 (Calvo, 2014, 43-44; Calvo, 2017,
pp. 137-138; Cárcel, 2013, pp. 1753-1754; Sánchez, 1987, pp. 112-115;
Sánchez, 2002, pp. 45-51; Sánchez, 2003, pp. 319-337; Sedano, 1941,
pp. 57-58; Toni, 1937, pp. 143-145). Sus padres, Florentino y Grego-
ria, formaban un hogar profundamente cristiano donde germinó su
vocación al sacerdocio.
En 1921, don José ingresó en el Seminario de Ávila, donde se ganó
pronto la fama de un joven sensato y ecuánime, buen estudiante;
hombre de piedad intensa, callada, ejemplar.
Después de las órdenes menores, en 1930, cumplió con sus obli-
gaciones militares y el 23 de septiembre de 1933 fue ordenado sa-
cerdote. Atendió primero Magazos y Palacios Rubios, y luego llegó a
Gavilanes, donde permaneció desde el 20 de marzo de 1935 hasta el
día de su muerte.
A la admiración por su preparación cultural, su bondad natural, su
intensa vida de piedad, su amor a la Virgen y a Cristo en la eucaristía,
unió pronto el aprecio de sus feligreses. Pero las condiciones para el
desarrollo de su ministerio no fueron las mejores.
Él mismo había dicho que, en aquellas terribles circunstancias,
España tendría ocasión de renovar y aanzar su fe y fortaleza
cristianas, regadas, si fuera necesario, con víctimas sacerdotales.
“Parece necesaria tal prueba –decía- porque Dios no permitiría los
males si no fuera para que sobrevinieran bienes mayores”. Don José,
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Mártires del siglo XX en España. José Máximo Moro Briz (1882-1936) y compañeros
que no llegó a cumplir los 27 años, tuvo aquella ocasión, que compar-
tió con su hermano Serafín, hoy también en proceso de canonización.
Los dos perecieron entre terribles torturas, con numerosas puña-
ladas en los brazos y en las piernas, después de haber sido arrastrados
entre las piedras, camino de Pedro Bernardo. No hubo otro motivo
para esta ofrenda que su bien trabada condición sacerdotal.
Serían las siete de la tarde del día 14 de agosto de 1936, en las vís-
peras de la Asunción de la Virgen María, a quien tanto amor expresó
a lo largo de sus escasos tres años de ministerio sacerdotal.
Pocos días después, sus restos fueron inhumados en el cementerio
de El Torrico y, en 1942, fueron conducidos a la iglesia parroquial.
Hoy reposan en la capilla de los mártires de la Catedral abulense.
Beato Juan Mesonero Huerta (1913-1936)
Juan Mesonero Huerta nació en Rágama, Salamanca, diócesis de
Ávila, el 12 de septiembre de 1913 (Calvo, 2014, 44-47; Calvo, 2017,
pp. 138-142; Cárcel, 2013, pp. 1750-1753; Sánchez, 1987, pp. 59-64;
Sánchez, 2002, pp. 53-63; Sánchez, 2003, pp. 338-364; Sedano, 1941,
pp. 67-69; Toni, 1937, pp. 31-33). Era hijo de Vicente y Ceferina, que
formaban un hogar sencillo y cristiano.
En 1925, don Juan ingresó en el Seminario de Ávila, con excelen-
te conducta y mejores calicaciones académicas, especialmente en el
campo de las artes, para las que estaba dotado de una na sensibili-
dad y acertada ejecución.
El 6 de junio de 1936, con apenas veintidós años, fue ordenado sa-
cerdote por manos de monseñor Moro Briz, obispo desde el año ante-
rior, y enviado inmediatamente a la parroquia de El Hornillo, donde
llegó el 11 de julio de 1936, cuando la persecución religiosa estaba a
punto de entrar en una nueva fase, humanamente inexplicable.
Parece que tenía prisa por llegar. De los ecos de júbilo de la pri-
mera misa cantada en su pueblo natal, en la llanura castellana, quiso
llegar pronto al encuentro de sus feligreses, sin temor, sin atender a
una alarmante situación antirreligiosa, revolucionaria, militar.
Desde el día 18 de julio, apenas le dejaron rezar el rosario, casi a
escondidas, en la casa de doña Dominica Familiar, su casera; pero su
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fama llegó mucho más allá. Su santidad de vida, su sencillez de cos-
tumbres, su amabilidad, casi angelical, no podían pasar inadvertidas.
Las provocaciones fueron continuas; pero él estaba convencido del
destino que Dios le había marcado.
El día de la Asunción de Nuestra Señora, ya anochecido, recibió
la palma del martirio en el camino de Arenas de San Pedro a Poyales
del Hoyo, después de perdonar a sus captores y de pedir a Dios por
ellos, por quienes entregaba, reconocieron los testigos, esta suprema
ofrenda de vida sacerdotal.
Desde 2017, sus restos, denitivamente, descansan junto a los de
los otros cuatro sacerdotes en la capilla de los mártires de la Cate-
dral de Ávila.
Tengo delante una carta que, el 21 de agosto de 1955, remitió a don
Andrés Sánchez, entonces vicepostulador de la causa de canoniza-
ción, la joven Priscila González Familiar, luego religiosa reparadora,
llamada María de san Rosano, sobrina de doña Dominica, patrona de
don Juan desde su llegada al Hornillo:
Reverendo padre Andrés Sánchez. Estimado padre en Cristo: justa-
mente en el mismo día de la Asunción, en que hace 19 años de aquel-
la trágica noche, que nunca olvidaré, recibí una carta con cuánto
gusto y alegría al ver me pedía los detalles, que tantas veces por mi
mente pasó si es que algún día no me los pediría, pues estoy segura
de que don Juan era un santo y tengo un intercesor en el cielo.
Me avergüenza pensar que mi pueblo fuera la causa de un marti-
rio; pero Dios, que en sus inescrutables designios tuvo misericor-
dia de este indigno pueblo de su predilección, descargó su brazo
sobre la víctima pura y sin mancilla para salvarnos a todos [...]. De
su corta estancia entre nosotros, si hiciera falta diría, pues, aunque
han pasado tantos años, no se puede olvidar aquella presencia y
candor de niño, que tenía.
El informe de María de san Rosano es el siguiente:
Hacía varias tardes que, al pasar frente a la casa del venerado sa-
cerdote, un muchacho de unos quince o dieciséis años, que era de
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los rojos, empezaba a cantar “si los curas y monjas supieran [...]”
Esta tarde se hallaba don Juan al lado de la carretera jugando con
un pequeño de unos tres años, pues tenía sus delicias en estar con
los niños, cuando pasó el mencionado muchacho montado a ca-
ballo y al verle tan cerca empezó con más furia a cantar su canción
en tono provocativo.
Don Juan se levantó sereno. Le siguió como diez metros y le dijo
en tono muy dulce: “Oye chico, ¿por qué cada vez que pasas por
aquí cantas eso?” El joven contestó: “porque quiero”. Yo, que pre-
senciaba esta escena, le dije: “don Juan, no haga caso, déjele”.
Y él ya no prosiguió, recogiéndose a la casa en la que se hospedaba,
que era la de mi tía Dominica Familiar. Pero el chico saltó del ca-
ballo y corrió por el pueblo gritando que el curita le había querido
matar con una pistola. Al momento vinieron unos forajidos, arma-
dos con palos y armas de fuego. Entre ellos un hermano del chico,
que se dio cuenta de dónde estaba don Juan y disparó un tiro hacia
el balcón. Pero no le dio. No se atrevieron a entrar en casa. Y des-
pués de decir palabrotas y blasfemias, se fueron dispersando.
Pero, el famoso chico marchó a dar cuenta a los de Arenas, pidien-
do más fuerza, entretanto que el buen sacristán hizo salir por una
ventana a don Juan y le escondió en los tejados.
De pronto, ya bien de noche, volvieron los malvados con más furia,
sobre todo el padre del muchacho, amenazando con incendiar la
casa si no le entregábamos al señor cura. Don Juan todo lo escu-
chaba. Y, sin duda, por salvarnos a los demás, aun a costa de su
sangre, a imitación de Cristo, en un momento de calma se presentó
como un manso cordero y dijo: “Aquí me tenéis”.
Entonces el padre del chico le cogió por las piernas diciéndole:
“Pajarraco, ya tenía ganas. Si vives es porque no te había podido
coger”. Y como eras él y los otros le echaron por una pendiente,
llevándolo, arrastrando y maltratándolo, perdiendo una alpargata,
al calabozo del ayuntamiento. Allí estuvo parte de la noche, hacié-
ndole sufrir, hasta que, por n, vinieron los cabecillas de Arenas.
Como no encontraban ninguna causa en el señor cura y había
quien no quería que en el pueblo se matase a nadie, a toda cos-
ta querían un pretexto para condenarle, insistiendo sobre lo de la
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pistola. Y con eso fueron a buscarme para tomarme declaración
con amenazas para que mintiera, porque si no correría la misma
suerte que él. Pero, me resistí, diciéndoles que no diría nunca lo
que no era verdad.
Por n, dicen: “Vamos al sitio de la entrevista con el chico”. Cuál
fue mi asombro y dolor al encontrarme con la mirada del venerado
padre, a quien lo tenían en este mismo sitio del interrogatorio. Yo
no le había visto en un principio. Por eso fue grande mi pena al
volverme y ver cómo lo tenían con las manos atadas y un cigarro
en la boca, que le habían puesto por burla.
Con todas las calles a oscuras, entre toda la chusma, dándole em-
pellones e insultándole, le llevaron, siempre él callado como un
manso cordero, al sitio donde se encontró con el chico, instándole
para que blasfemara y confesara que había tenido la pistola. Pero
no lo consintió, respondiendo solo con monosílabos a las diversas
preguntas. Por último, le llevaron al ayuntamiento. Y me manda-
ron retirarme. Al señor cura se lo llevaron a matar a la jurisdicción
entre Arenas y Poyales del Hoyo. Por lo que desgraciadamente no
vi su muerte.
Conclusión
En denitiva: Dios nos ha concedido, en estos cinco sacerdotes, y
en los mártires del siglo XX en España, un testimonio extraordinario
de santidad.
En El Diario de Ávila del 17 de septiembre de 1958, al día siguiente
de la publicación del edicto de don Santos Moro Briz para que se ini-
ciara su causa de canonización, leemos que “prerieron morir pues-
tos en la disyuntiva de delidad o apostasía, testicando su fe […] y
hoy son rubíes en la diadema de la gloria de Ávila, tierra de santos”.
Monseñor González Montes (1999, n. 3) en su carta pastoral Ma-
dero de la cruz es su cayado, con motivo de la reapertura del proceso
romano de estos siervos de Dios, en 1998, añadió:
Los mártires, que no acusan a nadie ni a nadie condenan, porque
murieron sin odio y perdonando, son hoy testigos de la delidad a la
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conciencia como norma última de moralidad que sustenta la vida con
sentido, emanado del resplandor luminoso de la Verdad revelada.
La Iglesia no solo tiene derecho a recordarlos como se recuerda
siempre a quienes fueron atropellados por acciones injustas… Es
además deber de la Iglesia mostrar ante el pueblo de Dios el ejem-
plar modo de vivir y morir por Cristo de sus discípulos y no hacer
caso de quienes desearían ofuscar el testimonio cristiano, apagan-
do la luz de la fe que brilla en la vida sacricada de los mártires.
En efecto, añade el mismo prelado con motivo del prólogo que re-
dacta a la obra de don Andrés Sánchez (2002, pp. 7-9):
El eco que la vida y la muerte de estos Siervos de Dios ha encon-
trado en el clero y en los eles es señal de que el martirio sigue
siendo comprendido por los cristianos como expresión suprema
del seguimiento de Cristo.
El papa santo Juan Pablo II (1994, n. 37), en su carta apostólica
Tertio millennio adveniente de 1994, para la preparación del Jubileo
del año 2000, escribió que
La Iglesia del primer milenio nació de la sangre de los mártires
[…]. En nuestro siglo han vuelto los mártires, con frecuencia des-
conocidos, casi militi ignoti de la gran causa de Dios. En la medida
de lo posible, no deben perderse en la Iglesia sus testimonios […].
Es preciso que las iglesias locales hagan lo posible por no perder el
recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello
la documentación necesaria.
El mismo papa, en la navidad del año 2000, constató que, “al ter-
minar el segundo milenio, la Iglesia ha vuelto a ser de nuevo Iglesia
de mártires” (san Juan Pablo II, 2000, n. 7).
En este mismo orden, la Conferencia Episcopal Española (2007,
n. 1), en la instrucción Los mártires del siglo XX en España, rmes y
valientes testigos de la fe, con motivo de la beaticación de 498 már-
tires en 2007, ha subrayado que
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Fueron muchos miles los que por entonces ofrecieron ese
testimonio supremo de delidad. La Iglesia reconoce ahora
solemnemente a este nuevo grupo como mártires de Cristo
[…]. Ellos fueron rmes y valientes testigos de la fe que nos
estimulan con su ejemplo y nos ayudan con su intercesión.
En esta senda, como nos recordó monseñor García Burillo (2013,
p. 2) en la carta semanal en que daba la noticia de la beaticación de
estos cinco sacerdotes abulenses, el cardenal Jorge Mario Bergoglio
(2013, p. 60), luego papa Francisco, añadió en 2012, que
El estado de persecución es normal en la existencia cristiana, solo
que se viva con la humildad del servidor inútil y lejano de todo
deseo de apropiación que lo lleve al victimismo […] Esteban no
muere solamente por Cristo, muere como él, con él, y esta partici-
pación en el misterio mismo de la pasión de Jesucristo es la base
de la fe del mártir.
Don Jesús García Burillo (2013, p. 2) añadía en esta carta que
Es una gracia extraordinaria para nuestra Iglesia abulense. La
Iglesia de Ávila tiene un motivo especial para sentir la grandeza
de este momento. Por primera vez serán beaticados cinco sacer-
dotes que entregaron su vida por Cristo en nuestra tierra, junto
al rebaño que pastoreaban. Es la primera vez que un proceso de
canonización, iniciado en Ávila, alcanza este reconocimiento so-
lemne de la Iglesia y, por eso, es más grande la gracia que ha tenido
el Santo Padre al decretar esta solemne beaticación.
Los mártires no mueven al odio, no procuran la violencia, ni si-
quiera reclaman justicia. Los mártires, víctimas de una cruel persecu-
ción, muestran, sobre todo, que es posible la oración por los persegui-
dores y el amor a los enemigos, que, abrazados a la cruz de Jesucristo,
también hoy podemos responder a Dios con una vida de santidad y
ser testigos del Príncipe de los Mártires, en cuya sangre bendita lava-
ron y blanquearon sus mantos los hombres de esta tierra.
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