Filópolis en Cristo N° 4 (2025) 47-70
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Anacleto González Flores y algunos
compañeros mártires
Anacleto González Flores and some fellow martyrs
Juan González Morfín
Universidad Panamericana
jgonzalem@up.edu.mx
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-7278-7872
Resumen: Las restricciones a la liber-
tad religiosa en México a través de las le-
yes, dicultaron a tal grado la labor de la
Iglesia que el pueblo católico, después de
haber agotado los medios legales y pací-
cos con que contaba, consideró como una
alternativa la vía de las armas. Una vez
que algunos católicos optaron por la resis-
tencia armada, lo que exacerbó aún más
la postura del gobierno, muchos católicos,
sacerdotes y laicos, fueron perseguidos
por el gobierno acusados de rebeldes por
el solo hecho de profesar la fe católica. En
este artículo se esbozan las actuaciones de
un laico: Anacleto González Flores, y de
un clérigo: Andrés Solá, como ejemplos
de fortaleza cristiana y de generosidad en
el servicio a los demás en una época es-
pecialmente difícil para mostrar como su
martirio sigue siendo luz para la actuación
de los cristianos de cualquier época.
Palabras claves: martirio, conicto re-
ligioso, persecución, resistencia pacíca,
resistencia armada.
Abstract: The legal restrictions on reli-
gious freedom in Mexico hampered the
Church’s work to such an extent that
the Catholic people, having exhausted
all legal and peaceful means available to
them, considered armed resistance as an
alternative. Once some Catholics opted
for armed resistance, which further exa-
cerbated the government’s stance, many
Catholics, both priests and lay people,
were persecuted by the government, ac-
cused of being rebels simply for profes-
sing the Catholic faith. This article outli-
nes the actions of a lay person, Anacleto
González Flores, and a cleric, Andrés
Solá, as examples of Christian fortitude
and generosity in service to others du-
ring a particularly dicult time. This ar-
ticle demonstrates how their martyrdom
continues to be a light for the actions of
Christians in every time.
Keywords: martyrdom, religious
conict, persecution, peaceful resistan-
ce, armed resistance.
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Juan González Morfín
Introducción
El conicto entre la Iglesia y el Estado en México comenzó en el
siglo XIX, casi en los albores del nacimiento de México como país
independiente y ha revestido diversos matices a lo largo de un perio-
do muy largo de años; sin embargo, cobró tintes especialmente som-
bríos durante la gestión del general Plutarco Elías Calles, tanto en
los años que fue presidente entre 1924 y 1928, como en los seis años
que siguieron a su periodo ocial, en los que continuó manteniendo
un poder excepcional dentro de las políticas del gobierno (González
Morfín, 2022a, pp. 23-45). En ese contexto, emergieron personajes
que con su generosidad y audacia cooperaron para que, lo que podía
haber sido una catástrofe para la fe católica, se convirtiera en un pe-
riodo de resurgimiento y consolidación. En este trabajo se esbozarán
algunas líneas que permitan acercarse a los acontecimientos y, sobre
todo, dimensionar la impronta de algunos mártires.
Contexto histórico de la crisis de 1926 a 1929
En el año 1926, el gobierno del general Calles, quien había iniciado
su mandato el 1 de diciembre de 1924, comenzó a aplicar –e incluso,
exacerbar– una normativa ya existente desde la promulgación de la
Constitución de Querétaro en 1917, pero que los gobiernos anteriores
habían preferido ignorar. En esa línea, si el artículo 3° constitucional ya
prohibía la intervención de cualquier ministro de culto o miembro de
una orden religiosa en la educación, con la ley reglamentaria de febrero
de 1926 se estableció “no tener sala, oratorio o capilla, ni decoraciones,
pinturas, estampas, escultura y objetos destinados a cultos religiosos”
(De la Peña, 1965, p. 72), lo que le permitió al gobierno clausurar, des-
pués de la promulgación de esta ley reglamentaria, cientos de colegios
católicos. Inmediatamente después, vino la expulsión de los ministros
de culto extranjeros, en algunos casos, con lujo de fuerza, como
Con los claretianos detenidos en la iglesia de San Hipólito de la
Ciudad de México mientras ociaban. No les permitieron ni des-
pojarse de los ornamentos sacerdotales, ni recoger sus enseres
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personales. Los arrojaron en los encharcados sótanos de la ins-
pección de policía, de ahí al ferrocarril de Veracruz, a un vapor y al
extranjero. (González Fernández, 2001, p. 18)
El número de sacerdotes católicos expulsados entre marzo y abril
fue cercano a los 200. Los que permanecieron en el país, a partir de
ese momento tuvieron que actuar en la clandestinidad.
Por otra parte, desde el inicio de su periodo, Calles había urgido a
las legislaturas estatales a regular el número de ministros de culto que
el gobierno autorizaría en cada estado. Esto porque el artículo 130
constitucional, quizá el artículo con más prescripciones anticlericales,
en su fracción VII
Establecía que las legislaturas de los diversos estados estaban fa-
cultadas para determinar el número máximo de ministros de culto
que podían ejercer su ministerio y, aunque no ordenaba que nece-
sariamente había de reducirse el número, sin embargo, auspiciaba
esta posibilidad. (González, 2017b, pp. 98-99)
A instancias del gobierno de Calles,
Los congresos de los estados emanaron leyes que reducían el nú-
mero de sacerdotes: el mes de febrero en Colima y Nayarit; en
marzo, en Aguascalientes, Jalisco, Michoacán, San Luis Potosí, y
Tamaulipas; Puebla en abril; Hidalgo, Sinaloa y Tlaxcala en mayo;
Chihuahua en junio…”. (González Morfín, 2009, p. 101)
Y, justamente en junio, el día 14 se conoció el texto de la que fue
llamada posteriormente “Ley Calles”, esto es, una ley que adicionaba
el Código penal y establecía sanciones, algunas de ellas muy severas,
para quienes no cumplieran o no hicieran cumplir las disposiciones
legales anti eclesiásticas vigentes. Esta ley fue promulgada en el Dia-
rio Ocial de la Federación el 2 de julio de 1926 y entraba en vigor el
31 de julio siguiente.
Algunos obispos consideraron que esta última reglamentación li-
mitaba de tal manera la libertad de la Iglesia que optaron por decre-
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tar la suspensión del culto público a partir de que entrara en vigor
(Meyer, 2016, pp. 167-192; González Morfín, 2019, pp. 229-232). Una
medida que ya había tenido éxito en los años 1918-1919 en Jalisco, en
donde la presión de los ciudadanos liderados por el beato Anacleto
había echado abajo una legislación que limitaba el número de sacer-
dotes (Barbosa, 1994, pp. 31-48). A raíz de la suspensión del culto
público a partir del 31 de julio de 1926, se multiplicaron las manifes-
taciones pacícas de resistencia civil para presionar al gobierno de
Calles a derogar el último decreto; sin embargo, tanto la Ley Calles
como la respuesta del episcopado –la suspensión del culto– se man-
tuvieron vigentes. Ausentes los sacerdotes de las iglesias, estas fueron
entregadas a comités de vecinos.
En donde las autoridades civiles conformaron esos comités con
elementos anticlericales, con frecuencia se dieron motines y zafarran-
chos. En algunos lugares, como en la región de Zacatecas limítrofe con
Jalisco y en la región de Guanajuato vecina a Michoacán, comenzaron
los primeros levantamientos armados en contra del régimen del ge-
neral Calles la última semana de agosto de 1926, es decir, a menos de
un mes de haber entrado en vigor la Ley Calles. La Liga Nacional De-
fensora de la Libertad Religiosa, organización de carácter cívico-polí-
tico creada apenas en marzo de 1925, consiguió rápidamente erigirse
en coordinadora general de los esfuerzos católicos para modicar las
leyes anti eclesiásticas. Sin carácter de partido político, estaba inte-
grada por muchos miembros del extinto Partido Católico Nacional
y veía en la situación originada por el último decreto de Calles una
oportunidad para encaminar los esfuerzos de los católicos hacia un
cambio de régimen político, sin descartar para ello la lucha armada.
Si bien los primeros levantamientos armados no fueron directa-
mente propiciados por la Liga, sí fueron apoyados por esta y utiliza-
dos como ejemplo de lo que, a su juicio, convenía hacer a nivel nacio-
nal: un levantamiento generalizado que, en pocos días, derrocara el
régimen revolucionario.
Después de intentar sin éxito que el Comité Episcopal que ope-
raba en el país declarara que debido a la situación que se vivía y a
que no habían surtido efecto las protestas pacícas era un deber de
conciencia para los católicos sumarse a la defensa armada de la reli-
51
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gión, tuvieron que resignarse con que los obispos se comprometieran
a no condenar dicha defensa y a permitir a los sacerdotes que libre-
mente lo quisieran actuar como capellanes de quienes se levantaran
en armas. Esto ocurrió a nes de noviembre de 1926. Y fue a partir
de ese compromiso de los obispos de no reprobar los levantamientos
armados que la Liga comenzó a presionar a las restantes agrupacio-
nes católicas a seguir su llamamiento, incluida la Unión Popular, que
en ese momento encabezaba Anacleto y cuyas acciones habían sido
orientadas por la vía pacíca.
La convocatoria para que los católicos de todo el país se levantaran
en armas el 1º de enero resultó precipitada; sin embargo, a partir de
la segunda semana de enero se fueron llevando a cabo algunos le-
vantamientos, al tiempo que se gestaban otros. Hasta mediados de
1929, contingentes de católicos organizados en un sistema de guerra
de guerrillas buscaron por la vía armada, con un mínimo de recursos,
derrocar al régimen del general Calles, primeramente, y, a partir de
diciembre de 1928, al del licenciado Emilio Portes Gil, hasta que el
21 de junio de 1929, el gobierno acordó con dos obispos autorizados
por Pío XI hacer unas declaraciones en las que armaba que las leyes
vigentes no tenían como objetivo inmiscuirse en la vida interna de la
Iglesia católica y las leyes no se aplicarían de modo sectario, con lo
que el episcopado ordenó reanudar el culto público cuanto antes.
Los católicos levantados depusieron las armas en las primeras se-
manas después de “los arreglos”, como se llamó a la negociación he-
cha entre el gobierno y los jerarcas de la Iglesia. Después de casi tres
años de lucha y, según cálculos realistas, cerca de 250.000 muertos
(Meyer, 1999, p. 173), las campanas de las iglesias nuevamente dobla-
ban convocando a la feligresía a asistir a Misa, menos en algunos es-
tados como Veracruz y Tabasco, donde continuaron las restricciones
religiosas (González Morfín, 2021, pp. 163-169).
Durante esos años de lucha, se habían enconado los ánimos a tal
punto que en algunos estados se vivió una feroz persecución religio-
sa, amparada no en las leyes, sino en la acusación de que se estaba
apoyando de una manera u otra a los levantados. Poblaciones enteras
se diezmaron o se les obligó a emigrar en las llamadas reconcentra-
ciones; los sacerdotes eran perseguidos como supuestos agitadores y
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algunas decenas de ellos fueron ejecutados; cientos de católicos re-
conocidos por su militancia fueron enviados, sin proceso alguno, a la
colonia penal Islas Marías, donde eran obligados a trabajos forzados
y algunos de ellos murieron a causa de los malos tratos. Fue precisa-
mente en este contexto donde se extendió el ideal del martirio: “Repí-
tense sin cesar expresiones como estas: ‘Hay que ganar el cielo ahora
que está barato’. ‘Nuestros abuelos, cuántas ganas hubieran tenido
de ganarse la gloria así, y ahora Dios nos la da. ‘¡Qué fácil está el cielo
ahorita, mamá!’” (Meyer, 1974, pp. 298-299).
La esperanza de llegar al cielo, en un mundo católico en el que ni
se mencionaba la llamada universal a la santidad1, se ancaba en la
posibilidad de morir mártir. Ideal que iba unido a la defensa de la fe,
amenazada por las diferentes medidas anticlericales.
Un autor contemporáneo que ha estudiado el fenómeno del marti-
rio, recuerda que un mártir cristiano requiere de dos condiciones: la
primera, ser consciente de que su fortaleza para soportar el martirio
no es suya, sino que le viene de Dios, pues
El mártir cristiano se basa más bien en su debilidad, que deja en
brazos de Otro, que la cuidará. Tanto es así que al cristiano condu-
cido al martirio –o peor aún a la insoportable tortura que lo pre-
para–, solo se le pide llegar con fe al umbral de lo insoportable,
creyendo que Cristo (su verdadero “yo”) lo padecerá en su lugar.
(Sicari, 2020, pp. 24-25)
Por otra parte,
Es necesario que el mártir muera sin una pizca de odio o rencor ha-
cia sus perseguidores, sino casi llevándolos con él –en su perdón,
1
En 1928, un sacerdote español, Josemaría Escrivá de Balaguer, apenas comenzaba a recor-
dar a los cristianos que “también en el contexto sólo aparentemente monótono del normal
acontecer terreno, Dios se hace cercano a nosotros y nosotros podemos cooperar a su plan de
salvación” (san Juan Pablo II, 2002), esto es, la noticia de la llamada universal a la santidad,
recogida años después por el Concilio Vaticano II: “Todos los cristianos, de cualquier estado o
condición, están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad, cuyo
modelo es el mismo Padre” (LG 11).
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en su amor y su esperanza–, ofreciéndose en una inefable comu-
nión entre santos y pecadores: una comunión que reanuda los
vínculos, precisamente ahí donde el mal querría denitivamente
romperlos. (Sicari, 2020, p. 25)
Ambas condiciones se dieron en innumerables casos de laicos, re-
ligiosos y sacerdotes que entre los años 1926-1937 alcanzaron la pal-
ma del martirio, aunque en la mayor parte de ellos no se ha siquiera
incoado su proceso de canonización. Uno, entre muchos cuyo proceso
de canonización no está incoado, es Juan Sánchez, quien fue hecho
prisionero en abril de 1927 en el poblado de Temastitlán, después de
que, entre los objetos requisados por el ejército en las ocinas de la
Congregación mariana, se encontraron unas fotografías suyas en una
procesión con un estandarte del Sagrado Corazón lo que le valió ser
acusado de fomentar la rebelión y condenado a muerte. Poco antes de
ser sacricado, escribió a su hermana: “pide a Dios que me den libre;
ya me cortaron una oreja, pero no le hace: aunque sea así; y si no, que
me dé fuerzas para poder sufrir” (Anónimo, 1927, p. 4; Blanco, 1947,
p. 148).
La memoria de estos mártires, con su conanza puesta en Dios,
primero que nada, con su generosidad para entregarlo todo, si todo se
les pidiese y, sobre todo, con su capacidad de no solo perdonar, sino
incluso interceder por quienes los martirizan, es un ejemplo lumino-
so para todos los tiempos, también para el nuestro.
En este artículo, se abordarán las guras de los beatos Anacleto
González Flores –laico–, y Andrés Solá –sacerdote–, y se esbozarán
algunas acciones en la misma línea de otros personajes cuyas gestas
permanecen más bien ocultas.
Perl biográco de Anacleto González Flores
Nació el 13 de julio de 1888 en la región de Los Altos, en el estado
de Jalisco, una de las zonas donde todavía mayor fervor religioso se
respira. Concretamente, en el municipio de Tepatitlán. Su familia se
dedicaba a tejer y comercializar rebozos y él mismo comenzó a traba-
jar en el ocio familiar.
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En 1908 ingresó como alumno externo (vivía en una pensión) al
seminario que la arquidiócesis de Guadalajara tenía en San Juan de
los Lagos. Ahí cursó el bachillerato y, cuando en 1913 le plantearon la
posibilidad de irse a Roma a continuar sus estudios en el Colegio Pío
Latinoamericano, Anacleto se decantó por abandonar el seminario,
puesto que había visto que aquello no era su vocación. Unos meses
antes, había viajado por primera vez a la Ciudad de México y había
conocido el Partido Católico Nacional al que decidió aliarse2. En los
años que estuvo en el seminario, con frecuencia sustituía al profesor
cuando faltaba, lo que le valió el motete de “el Maestro” (González
Orozco, 2007, p. 107).
En 1913, se trasladó a Guadalajara para estudiar en la Escuela Li-
bre de Derecho. Cuando esa plaza fue ocupada por las tropas del ge-
neral Obregón, dado que se habían cerrado las escuelas e impedido
el culto, se trasladó a Concepción de Buenos Aires, donde trabajó en
una tienda de abarrotes de su hermano Severiano. En esa población
se unió a las fuerzas villistas, que se dirigían a Guadalajara, como ora-
dor y redactor de proclamas, pero “pronto quedó desilusionado de la
opción armada” (González Orozco, 2007, p. 27).
En Guadalajara colaboró en diversas agrupaciones católicas
orientadas a la participación ciudadana, fundó en 1917 el semanario
La Palabra, y organizó la resistencia pacíca de 1918 a 1919 contra
los decretos que limitaban el número de ministros de culto en Jalis-
co. A partir de 1920, fue “miembro de la Unión de Católicos Mexi-
canos (la ‘U’)3, de la que fue director en Jalisco” (González Orozco,
2007, p. 27).
En abril de 1922 se graduó como abogado y en noviembre de ese
año contrajo matrimonio con María Concepción Guerrero Figueroa,
en ceremonia presidida por don Francisco Orozco y Jiménez, arzobis-
po de Guadalajara.
2
La vida del Partido Católico Nacional fue efímera (1911-1914), pues desapareció después
del triunfo de la revolución constitucionalista que encabezaron Venustiano Carranza y Álvaro
Obregón (González Morfín, 2022b, pp. 265-276).
3
La “U” fue una sociedad discreta que, por su parecido con las sociedades secretas, tuvo varias
controversias con la Santa Sede (L’Osservatore Romano, 22 de septiembre de 1928, p. 1; Solís,
2008, pp. 25-38).
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Del 1 de diciembre de 1920 al 30 de noviembre de 1924, dirigió
el país el general Álvaro Obregón y, aunque en su periodo se dieron
algunas agresiones en contra de católicos, sin embargo, su gobierno
se caracterizó por la no aplicación de la legislación anticlerical vigente
desde la Constitución de febrero de 1917.
Cuando con el gobierno de Calles comenzaron las limitaciones sis-
temáticas a la actuación de la Iglesia a través de diversas normativas,
En 1925-1926, Anacleto preparó al pueblo católico del Occidente a
la resistencia pacíca, predicando la desobediencia civil y el sacri-
cio individual. Repudió sistemáticamente el empleo de la violen-
cia y dio en ejemplo a su contemporáneo Gandhi, de quien imitó el
boicoteo y muchas otras acciones. (Meyer, 2004, p. 38)
En diciembre de 1924, “para oponerse a las agresiones del gobier-
no en contra del clero, organizó un comité de defensa, germen de lo
que sería más tarde la Unión Popular, creada a principios de 1925”
(González Orozco, 2007, p. 27). En ese mismo mes, el gobernador de
Jalisco, José Guadalupe Zuno, hizo clausurar el seminario de Guada-
lajara con lujo de fuerza; unos meses más tarde, haría lo mismo con
el Instituto de Ciencias, colegio emblemático de la ciudad dirigido por
los jesuitas. Ante hechos como estos, hacía falta un mecanismo de
respuesta por parte de los católicos que implicara un alto grado de
organización.
La Unión popular –señala Antonio Gómez Robledo– “poseía una
maleabilidad tan peculiar que, sin ceñirse a ningún n inmediato, po-
día abarcarlos todos en la urgencia del momento” (2001, p. 282). Por
otro lado, permitía “generalizar permanentemente la defensa y el ata-
que, movilizar fuerzas rápidamente y con toda oportunidad” (Gómez
Robledo, 2001, p. 282). Esta asociación era gobernada por una
Elemental jerarquía, tan sólida como simple, que engranaba al último
socio con el Jefe del Directorio de cinco miembros que regentaba la
Unión. Manzana, zona, parroquia: el responsable de cada una de es-
tas circunscripciones tenía contacto estrecho con sus subordinados y
con su superior inmediato. (Gómez Robledo, 2001, p. 281)
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También en 1925, Anacleto fundó Gladium, órgano de difusión de
la Unión Popular, que en muy poco tiempo alcanzó un tiraje superior
a los 100.000 ejemplares.
Después de la Ley Calles y la suspensión del culto, cuando no fun-
cionaron en el corto plazo las medidas de resistencia pacíca adopta-
das por los católicos mexicanos, Anacleto, de acuerdo con el obispo
Orozco y Jiménez, comenzó a preparar a los miembros de la Unión
Popular para una resistencia pacíca a largo plazo. Sin embargo, “re-
cibió un ultimátum de la Liga: o la Unión Popular apoyaba la decisión
de ‘todos’ los grupos católicos de México o quedaría fuera de esta con-
federación para escándalo y división de la causa” (González Orozco,
2007, p. 28).
La Liga, desde hacía meses, venía impulsando la opción de la de-
fensa armada como una especie de obligación para los católicos y una
solución denitiva para los problemas de la Iglesia en México. Ana-
cleto convocó a una convención de delegados de la Unión Popular en
la que tuvo que, con resignación, transmitir a los asistentes el ultimá-
tum y aceptar con dolor el resultado de la consulta, esto es, la opción
por la lucha armada:
Se resignó, sin entusiasmo, a transmitir la consigna de la Liga de
un levantamiento general para el 1º de enero, porque la presión
popular era irresistible, porque la multiplicación de los levanta-
mientos espontáneos y desordenados volvía inútil el debate, una
vez que las masas se habían decidido por la guerra, y porque era
peligroso y trágico dejar que el gobierno aplastara, uno tras otro,
aquellos focos de insurrección. (Meyer, 1973, p. 121)
Así lo explica Meyer:
A la lentitud poco convincente de la lucha civil, la población con
los nervios rotos por la suspensión del culto, se decidió al n por
la guerra, sin saber lo que esto signicaba de aumento de horrores
y de lentitud. Anacleto González Flores no podía esperar de ella
sensatez y mesura, cuando los jefes de la Unión Popular eran los
primeros en desobedecerle. Tuvo que abandonar su sueño de la
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“revolución de lo eterno” y de un pueblo de mártires que muere de
rodillas, para seguir a los suyos con delirio, exasperación y heroís-
mo corrían al combate. (Meyer, 1973, p. 125)
Algunas notas del pensamiento de González Flores
Desde la época de seminarista externo, se preocupó por la forma-
ción de la juventud, en la que veía con optimismo la fragua de un
mejor futuro para la Iglesia:
La juventud es el hierro negro de donde salen y se acuñan todos
los valores para el porvenir, y de donde deben salir los valores que
acabarán con nuestro empobrecimiento y nuestra mendicidad y
que saltarán por encima de todas las murallas para quebrar me-
dianías, para pisar nulidades y para empinar a Dios, majestuoso
y radiante, sobre los tejados y sobre los hombros de patrias y de
multitudes. (González Flores, 1950, p. 72)
Era necesario formar jóvenes que no se conformaran con la me-
dianía: “Nada de valores a medias; nada de valores incompletos;
nada de valores que se aferran a su aislamiento, que titubean, que
se ponen en fuga frente a la Historia y que se satisfacen con un
milímetro de tierra” (González Flores, 1950, p. 73). Estos, serían
los que pasarían por encima de “la pusilanimidad de los valores
actuales”, porque estarían dispuestos a todo: “En las páginas de la
historia del cristianismo siempre se va a la cárcel un día antes de
la victoria” (Meyer, 2004, p. 42).
Antes de que se optara por la opción armada, Anacleto, quien ya
había estado en la cárcel, invitaba a los cristianos a no estar dispues-
tos a sufrir el encierro antes que transigir:
¡Un paso atrás, señores prudentes! ¡Habéis invertido el
mandamiento supremo, porque para vosotros, hay que amar a Dios
bajo todas las cosas! Por evitar mayores males os despedazarán,
y cada trocito de vuestro cuerpo gritará todavía dando tumbos:
¡prudencia, prudencia! No temáis a los que matan el cuerpo, sino
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el alma. Una sola noche de insomnio en un calabozo vale mucho
más que años de fáciles virtudes. (González Flores, 1950, p. 44)
González Flores, explica Barbosa Guzmán, consideraba el princi-
pal problema a resolver por los católicos el de la llamada cuestión
social, para él el católico no sólo debía vivir en consonancia con sus
creencias, “sino procurar que Cristo reine y viva en el orden público”
(1993, p. 8). Y el principal obstáculo para que eso ocurriera era la in-
consistencia de los católicos, que con facilidad abandonaban aquello
que habían emprendido:
Estamos muy acostumbrados los católicos de nuestro medio a los
arranques momentáneos que provocan en nosotros las palabras o
los acontecimientos. Y estamos, por desgracia, muy acostumbra-
dos también a dejar las banderas que en un momento de encendi-
miento hemos abrazado, al día siguiente que han dejado de sonar
en nuestros oídos las palabras que nos despertaron (…). Y esta vie-
ja costumbre ha sido y sigue siendo el más fuerte obstáculo para
seguir en marcha hacia la reconquista y para terminar las obras
comenzadas. (González Flores, 1961, p. 175)
A pesar de lo incisivo de sus ideas, sin embargo,
El aspecto más interesante de su personalidad residía en su afor-
tunada capacidad de irradiar brillantez intelectual y santidad per-
sonal sin generar animosidad (…). Nadie le guardaba rencor por
su supremacía intelectual y moral. Esto era cierto tanto para los
enemigos como para los amigos. (Tuck, 1982, p. 117)
Camino del martirio
El hecho de que los delegados de la Unión Popular hubieran optado
por secundar el llamamiento de la Liga para emprender el camino de la
resistencia armada, supuso para Anacleto el preámbulo de un verdade-
ro suplicio: “de sobra sé que lo que va a comenzar para nosotros ahora
es un calvario. Dispuestos hemos de estar a coger y llevar nuestra cruz”
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Anacleto González Flores y algunos compañeros mártires
(Meyer, 2004, p. 55), armó después de no haber conseguido conven-
cer a sus correligionarios de continuar por la vía pacíca.
Pero la tortura mayor consistía en la duda de si lo que estaba ha-
ciendo –apoyar, aunque fuera solo con su presencia y su autoridad
moral la defensa armada de la religión en contra de las disposicio-
nes que limitaban la libertad de la Iglesia– era una acción permitida
por la doctrina católica. Los meses que transcurrieron desde ese mo-
mento hasta su martirio constituyeron para el beato su noche oscura.
Incluso, a partir de que se optó porque la Unión Popular se sumara
a la resistencia armada, ni siquiera se atrevía a comulgar (González
Orozco, 2002, pp. 106-107).
Apenas unos días antes de su prendimiento, tuvo conocimiento de
que el 11 de febrero pasado, en Roma, fuera de la Puerta Flaminia, el
arzobispo de Durango José María González y Valencia, que se encon-
traba en la ciudad eterna presidiendo una Comisión de prelados para
informar a Pío XI sobre lo que acontecía en México (González Morfín,
2017a, pp. 147-178), había extendido una Instrucción Pastoral en la
que declaraba lícita la resistencia armada:
Nos nunca provocamos este movimiento armado. Pero una vez
que, agotados los medios pacícos, ese movimiento existe, a Nues-
tros hijos católicos que anden levantados en armas por la defensa
de sus derechos sociales y religiosos, después de haberlo pensado
largamente ante Dios, y de haber consultado a los teólogos más
sabios de la Ciudad de Roma, debemos decirles: estad tranquilos
en vuestras conciencias y recibid Nuestras bendiciones.
Esto le dio gran paz a Anacleto, que se atrevió a confesarse y co-
mulgar: “Esto es lo que nos faltaba –le conaría a su confesor poco
antes de su muerte–. Ahora sí podemos estar tranquilos, Dios está
con nosotros” (González Orozco, 2002, p. 107).
En la madrugada del 1º de abril de 1927, González Flores fue he-
cho prisionero, junto con Luis Padilla Gómez y los hermanos Jorge,
Ramón y Florentino Vargas González. A excepción de Florentino, a
quien los militares dejaron en libertad como acto humanitario para
que la familia Vargas González tuviera descendencia, los prisioneros
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fueron sometidos a todo tipo de ultrajes y torturas, exigiéndoles reve-
lar dónde encontrar a otros líderes católicos y, especialmente, al ar-
zobispo Francisco Orozco y Jiménez, a quien buscaban con denuedo.
Ninguno de ellos habló. Anacleto disculpó a quienes lo iban a fusilar
y “como signo de perdón sincero, el Maestro Anacleto regaló a sus
verdugos las pocas pertenencias que traía consigo” (González Orozco,
2007, p. 47). No recibió el tiro de gracia, sino que, por disposición del
general Ferreira, uno de sus verdugos le hundió en el costado una ba-
yoneta. Algunos testigos aseguran que minutos antes de morir, había
pronunciado las sentencias: “Yo muero, pero Dios no muere” y “¡Viva
Cristo Rey!” (González Orozco, 2007, pp. 46 y 48). Al recoger el cadá-
ver del mártir la noche del 1º de abril, sus familiares “pudieron apre-
ciar las marcas de los azotes, los pulgares descoyuntados, las plantas
de los pies con excoriaciones profundas, el hombro dislocado y la tre-
menda puñalada que le costó la vida” (González Orozco, 2007, p. 48).
Apenas un año después, el hijo mayor de Anacleto hizo la primera
comunión. En una carta a su papá (difunto) que fue ampliamente di-
fundida, el niño Anacleto de Jesús, siguiendo el ejemplo paterno decía:
Mi muy querido papacito:
Te escribo para decirte que hoy hice mi Primera Comunión. El
Niño Jesús me dijo que me mandabas un abrazo y un beso. Yo
te mando con Él muchos, muchos, y también mi mamacita y Rau-
lito que te saludan.
Hace un año que te fuiste, ahora yo te digo y tú me dices ¡muchos
días de estos!
Le pedí a Cristo Rey que se hagan buenos los que te dieron los ba-
lazos y le prometí ser hombre como tú.
Salúdame a mi Madre del Cielo, a mi hermanito, a mi tío Me y a todos.
¡Qué ya no llore mi mamá!
Danos la bendición.
Tu hijo,
Anacleto de Jesús4.
4
Centro de Estudios de Historia de México, fondo: Manuscritos del Movimiento Cristero.
Colección Antonio Rius Facius (CLXXXVI), carpeta 7, documento 599.
61
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Como se ve en la carta, los frutos de un martirio siempre apuntan a
la misericordia y al perdón hacia los agresores y ponen así los cimien-
tos para esperar un mundo mejor.
Algunos otros mártires de esta época
El 20 de noviembre de 2005, en la ciudad de Guadalajara, fueron
beaticados 13 mártires de la persecución religiosa, entre ellos Ana-
cleto González Flores y otros laicos, como Ezequiel y Salvador Huer-
ta, Leonardo Pérez Larios, Ramón y Jorge Vargas González, el ahora
santo José Sánchez del Río. Y también algunos sacerdotes, entre ellos,
Ángel Darío Acosta, José Trinidad Rangel y Andrés Solá.
La labor de los sacerdotes en estos años fue muy interesante, en al-
gunos casos, heroica, pues ejercían su labor en la clandestinidad, desa-
ando muchos peligros y expuestos a todo tipo de arbitrariedades, in-
cluida la muerte, por ser eles a su vocación sacerdotal. Un ejemplo de
esto se puede ver en el informe anual que presenta el párroco de Unión
de San Antonio, una comunidad rural del estado de Jalisco, ubicada en
una zona de continuas escaramuzas entre la resistencia armada de los
católicos y las tropas federales. La carta, curiosamente, se halla en los
archivos privados del general Plutarco Elías Calles, como otras muchas
que fueron interceptadas por sus servicios de inteligencia.
Este documento está rmado por el presbítero Domingo Ambriz
y en él da cuenta a Manuel Alvarado, vicario general de la diócesis
de Guadalajara, de los innumerables obstáculos que ha tenido que
sortear para cumplir con su ministerio durante el último año, en el
que únicamente
Del 6 de marzo pasado al 7 de abril, estuvo la población sin persegui-
dores; durante ese mes pude administrar a los eles los sacramentos
con toda libertad, aun en las rancherías, cumpliendo con el precepto
de la Confesión y la Comunión Pascual todos los que quisieron5.
5
Carta de Domingo Ambriz a Manuel Alvarado. 1 de junio de 1929. Inventario 3402. Expe-
diente 137: Arzobispos. Legajo 1/5. Folio 51. Fideicomiso de Archivos Plutarco Elías Calles
– Fernando Torreblanca: Archivo Plutarco Elías Calles (APEC).
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Después de esta tregua de un mes en el que pudo trabajar sin mayores
contratiempos, tuvo que esconderse durante un par de semanas, en las
que las incursiones de los federales fueron continuas y, en un periodo de
cinco días del mes de mayo en que regresó la paz, pudo administrar
El Bautismo a 283 niños, de los cuales 249 nacieron en esta parro-
quia y 34 trajeron de fuera; y hubo 64 matrimonios, siendo 54 de
esta parroquia y 10 vecinos de fuera. Hicieron su primera Comu-
nión, aunque sin especial solemnidad, aproximadamente 50 niños6.
En el informe también mostraba su preocupación por que “casi
todos los enfermos de rancho mueren sin los Santos Sacramentos
porque no puedo salir a administrárselos por no ser descubierto”7.
Algo parecido ocurría en las ciudades, pues los sacerdotes que ejercían
su ministerio en la clandestinidad estaban expuestos a ser descubiertos
y a tener un trato arbitrario, que en muchas ocasiones fue precisamente
la muerte8. En teoría, el culto público no estaba penado por ley alguna,
sino únicamente había sido decretada su suspensión por la autoridad
eclesiástica y, por otro lado, los sacerdotes podían ejercer su ministerio
en su casa (culto privado), pues tampoco había ley que lo impidiera; sin
embargo, el gobierno había iniciado una persecución en forma en contra
de cualquier acto de culto en el que participara un sacerdote. Fue el caso
del padre Andrés Solá, del que se hablará a continuación.
Perl biográco y martirio del padre Andrés Luis José
Solá y Molist
Andrés Solá fue un misionero claretiano de origen español que,
luego de ser ordenado sacerdote, fue transferido a México para des-
6
Carta de Domingo Ambriz a Manuel Alvarado. 1 de junio de 1929. Inventario 3402. Expe-
diente 137: Arzobispos. Legajo 1/5. Folio 51. APEC.
7
Carta de Domingo Ambriz a Manuel Alvarado. 1 de junio de 1929. Inventario 3402. Expe-
diente 137: Arzobispos. Legajo 1/5. Folio 51. APEC.
8
Fue el caso del P. Miguel Agustín Pro y tres de sus compañeros que fueron ejecutados a pesar
de que se había otorgado un amparo que ordenaba suspender la ejecución (González Schmal,
2011, pp. 581-583).
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empeñar ahí su ministerio, precisamente cuando se agudizaba el con-
icto entre el Estado mexicano y la Iglesia católica.
Nació el 7 de octubre de 1895 en Can Vilarrasa, dentro del munici-
pio de Taradell, provincia de Barcelona, diócesis de Vich. Andrés fue
el tercero de 11 hijos.
En 1909, después de escuchar la predicación de un religioso clare-
tiano en Sentforas, decidió ingresar al Colegio de la Congregación de
los Misioneros del Corazón de María (misioneros claretianos), ubica-
do en la ciudad de Vich. Allí cursó Humanidades y en 1913 se trasladó
al noviciado de Cervera (Lérida), donde hizo su primera profesión de
votos temporales el 15 de agosto de 1915.
El 23 de septiembre de 1922, recibió la ordenación presbiteral en
Segovia. Todavía permaneció un año en España preparándose para
poder ejercer su ministerio en el destino que se le habría de asignar:
México.
El padre Solá se embarcó en Barcelona el 25 de julio y llegó a Ve-
racruz el 20 de agosto de 1923. Después pasó a la capital y, de ahí, a
Toluca donde ejerció su ministerio entre agosto de 1923 y diciembre
de 1924. Finalmente, en diciembre de 1924, se trasladó a León. Ahí
le tocó contemplar cómo se enrarecía la situación para los ministros
de culto, especialmente para los extranjeros. Entre febrero y marzo
de 1926, el gobierno del presidente Calles expulsó a la mayoría de
sacerdotes católicos extranjeros. Aun conociendo que permanecer en
México era muy peligroso, el padre Solá prerió permanecer en el
país y ejercer su ministerio en la clandestinidad.
En los primeros días de la suspensión del culto, Solá se trasladó a la
Ciudad de México, pero en febrero de 1927 regresó a León, donde fue
recordado por su intensa actividad encubierta: bautizaba, celebraba
matrimonios y repartía diariamente la comunión por diferentes sitios
de la ciudad. Los domingos incluso encabezaba una Hora Santa. El 23
de abril, apenas un día antes de ser hecho prisionero, su superior le
informó que existía una orden de detención en contra suya, para que
extremara precauciones.
Unos días antes de su detención, el 19 de abril de 1927, cerca de
la estación del tren de La Barca, Jalisco, un grupo de los católicos
levantados en armas descarrilaron y asaltaron el convoy que iba de
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Guadalajara a México. La escolta repelió por un tiempo la agresión
y, después de un largo tiroteo, los rebeldes se hicieron del tren y del
cargamento que llevaba. El número de muertos se contó por decenas
(González Morfín, 2018, pp. 175-189). Este suceso es relevante por-
que, al ser detenido Solá el 24 de abril, apenas unos días después del
incidente del tren, se le acusó de formar parte de los rebeldes por el
solo hecho de ser sacerdote católico.
Los captores, comandados por el general David Sánchez, hicieron
una parodia de juicio contra Solá, otro sacerdote de nombre José Tri-
nidad Rangel detenido un par de días antes y un seminarista llamado
Leonardo Pérez. El cargo principal que se les hizo fue el de ser saltea-
dores de trenes. Un testigo relata que Solá protestó diciendo que no
lo podían fusilar solamente por ser extranjero y misionero católico,
uno de los militares le respondió que también para los extranjeros te-
nían balas (Labrador, 1954, p. 11). Solá y sus compañeros fueron con-
denados a muerte sin mayor empacho; sin embargo, para no obrar
sin consentimiento de un superior, el general Sánchez telegraó al
ministro de guerra, Joaquín Amaro, informándole que había hecho
prisioneros a tres salteadores de trenes y tres curiosos. La respuesta
de Amaro fue que a los salteadores de trenes se les fusilara cerca de
las vías y a los curiosos se les dejara libres después de un razonable
escarmiento.
Así, en la mañana del 25 de abril, Solá y sus compañeros fueron
conducidos hasta San Joaquín, dentro del municipio de Lagos de Mo-
reno, y fusilados junto a las vías del tren. El padre Rangel y Leonardo
Pérez murieron en el acto, pero el P. Solá quedó tendido en un charco
de lodo y asfalto todavía con vida y pudo incluso conversar con algu-
nos transeúntes, que no se atrevieron a auxiliarlo por miedo a que
hubiera represalias. Al no recibir otro tipo de auxilio, Andrés suplicó
a los presentes que, por el medio que fuera, hicieran saber a su ma-
dre que tenía un hijo mártir. Después de casi tres horas de agonía,
Solá expiró diciendo ¡Jesús, misericordia! ¡Jesús, perdóname! ¡Jesús,
muero por tu causa!
Muchos testimonios de una fe que no se arredraba ante la muerte
se tuvieron durante esta etapa de ataques a la libertad religiosa. Aun
antes de haber entrado en vigor la Ley Calles, un comerciante en pe-
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queño radicado en Puebla, José García Farfán, fue fusilado el 29 de
julio de 1926, por haber discutido un día antes con un par de genera-
les que le exigieron, sin que él lo acatara, que retirase de las vitrinas
de su tienda algunos carteles con las leyendas “¡Viva Cristo Rey!” y
“Dios no muere” (López Beltrán, 1991, pp. 247-250). Es particular-
mente interesante este crimen, pues se alcanzó a interponer ante la
autoridad un juicio de amparo que los militares no respetaron9.
Otros muchos laicos fueron sacricados también en estos años en
condiciones parecidas, esto es, por sospecharse que eran parte de la
resistencia, ya fuera armada o pacíca. Entre ellos, suenan los nom-
bres de Joaquín Silva, Tomás de la Mora, José Vargas Reyes, Vicente
Acevedo, Florentino Álvarez, Martín Zamora, entre otros muchos. Y,
en relación con los sacerdotes, son poco más de 80 los que murieron
en la persecución de estos años. Unos y otros –laicos y sacerdotes–
con su muerte atestiguaron la rmeza de su fe en Cristo y de su espe-
ranza de dejar un mundo mejor a la posteridad.
A modo de conclusión
En el marco del Jubileo de la Esperanza, el papa Francisco expli-
caba que
9
En el Archivo de la Casa de la Cultura Jurídica de Puebla, se encuentra el juicio de amparo
que corrobora la muerte de García Farfán y en un sumario de los acontecimientos: “Juicio Am-
paro 174/1926 y acumulados. José García Farfán tenía una miscelánea, adhirió propaganda
religiosa en las vitrinas, por lo que el día 28 de julio de 1926, se presentaron el general brigadier
jefe de la guarnición de la plaza Daniel Sánchez y el general brigadier jefe de las operaciones
especiales J. G. Amaya, quienes le exigieron retirar la propaganda debido a que lo prohibía
la Ley Calles. José García se negó y aventó un frasco de chiles causando heridas, por lo que
fue arrestado. La esposa de Don José interpuso juicio de amparo, manifestó como acto recla-
mado que su esposo iba a ser condenado a la pena de muerte, solicitó la suspensión del acto
reclamado y que se le juzgara conforme a las leyes civiles y no a las leyes militares. El actuario
del juzgado acudió ante las autoridades militares a entregar los ocios en los que se les pedía
suspender el acto reclamado y rendir su informe, pero se negaron a recibir los ocios. Al día
siguiente se entregaron los ocios a la autoridad responsable, quien en su informe señaló que,
en la madrugada del 29 de julio, cuando José García era trasladado a la penitenciaria, debido a
que el delito por el que se le acusaba no era de la competencia de los tribunales militares, unos
paisanos intentaron liberarlo e intentó bajarse del vehículo militar, por lo que le dispararon
y perdió la vida” (https://www.sitios.scjn.gob.mx/casascultura/casas-cultura-juridica/puebla-
puebla/archivo-historico).
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Juan González Morfín
La esperanza cristiana no es un nal feliz que hay que esperar pasi-
vamente, no es el nal feliz de una película; es la promesa del Señor
que hemos de acoger aquí y ahora, en esta tierra que sufre y que
gime. Esta esperanza, por tanto, nos pide que no nos demoremos,
que no nos dejemos llevar por la rutina, que no nos detengamos
en la mediocridad y en la pereza; nos pide –diría san Agustín– que
nos indignemos por las cosas que no están bien y que tengamos la
valentía de cambiarlas. (Francisco, 2024)
El ejemplo de los mártires que acabamos de exponer va justamen-
te en esa línea: tuvieron la valentía de cambiar las cosas que no es-
taban bien. Fueron, también en palabras de Francisco, “soñadores
incansables, mujeres y hombres que se dejaron inquietar por el sueño
de Dios; que es el sueño de un mundo nuevo, donde reinan la paz y la
justicia” (Francisco, 2024).
Los frutos de su sacricio son innegables: en el corto plazo, las
medidas que limitaban la libertad religiosa se fueron relajando hasta
que, después de décadas, fueron revocadas y, en el mediano y largo
plazo, la fe del pueblo mexicano salió fortalecida, sobre todo en los
lugares en que fue más cruel la persecución. Como homenaje a su
sacricio y ejemplo, en julio de 2019, la Conferencia Episcopal Mexi-
cana declaró a Anacleto patrono de los laicos.
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