Filópolis en Cristo N° 4 (2025) 139-144
ISSNL 3008-8844
Sección
“Jubileo de la Esperanza”
El Santo Padre Francisco convocó al Jubileo de la Esperanza, a
través de la Bula Spes non confundit, invitándonos a peregrinar junto
a Cristo en la historia. Desde Filópolis en Cristo, nos hacemos eco del
llamado del Papa, acogiendo en nuestras páginas las palabras pro-
nunciadas por Carlos Alberto Sacheri en el Congreso del “Ocio
Internacional de obras de formación cívica y acción cultural según el
derecho natural y cristiano”, que tuvo lugar en Lausanne, Suiza, del
5 al 7 de abril de 1968. En esa ocasión el autor fue invitado a presi-
dir una de las sesiones plenarias, la que abriera con esta disertación
sobre la Esperanza, que entendemos no ha perdido actualidad y que,
por ello, compartimos con los lectores.
“Esperanza cristiana y mesianismos temporales”
Carlos Alberto Sacheri
…Con relación al tema de la presente sesión “Vaticano II y el sen-
tido de la historia”, quisiera atraer vuestra atención sobre un aspec-
to de la realidad contemporánea, que sin duda alguna está presente
en el espíritu de todos, pero cuya importancia es tal que nos vemos
precisados de volver a él constantemente, para profundizarlo en sus
múltiples aspectos. Tal aspecto puede resumirse en pocas palabras:
nosotros asistimos actualmente al intento más formidable por ani-
quilar la virtud teologal de la esperanza en la conciencia de los hom-
bres.
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Hace ya algunos años, Jean Madiran subrayaba este problema con
relación al pensamiento marxista (Cf. Madiran, J., “La pratique de la
Dialectique”, en Itinéraires, n. 52); hoy constatamos análogamente
que dicha ofensiva constituye algo así como un común denominador
de la mayoría de las corrientes losócas contemporáneas. Pero el
problema subsiste: ¿por qué atacar tan encarnizadamente a la que
Péguy llama “la niñita esperanza”? ¿Qué hay en esta virtud sobrena-
tural para herir tan vivamente a la Revolución Moderna?
La explicación reside en que la esperanza –como también la fe–
dice relación a algo profundamente humano. A diferencia de la cari-
dad, la cual considera al hombre en la perspectiva de su bien sobrena-
tural (y es por esta razón que permanecerá eternamente en nosotros),
la esperanza contempla al hombre en su condición propia, que es la
de un ser inacabado –homo viator– itinerante, siempre en tren de
alcanzar su n, siempre preocupado por su n.
Ahora bien, el objeto mismo de la esperanza sobrepasa al hom-
bre y lo superará siempre, puesto que tal objeto no es otro que Dios
mismo aprehendido en la lumbre del acto de fe, en su carácter de so-
berano bien nuestro y de nuestra eterna bienaventuranza. San Pablo
lo expresa diciendo: Tenemos una esperanza que nos hace penetrar
hasta el interior de lo velado.
En la maravillosa arquitectura de la vida sobrenatural las tres vir-
tudes infusas se ordenan las unas a las otras de tal manera que la fe
se encuentra en el principio mismo de la esperanza, pues ¿cómo se
podría esperar contemplar un día a Dios tal cual es, sin previamente
creer en Él y en su Palabra? Análogamente, la esperanza está presu-
puesta en todo acto de caridad, por cuanto sería imposible amar real-
mente a ese Dios innito, sin conar en su auxilio: Mi gracia te basta.
No debemos, pues, buscar más lejos la raíz de tantas prostitucio-
nes contemporáneas del amor cristiano. En estos tiempos de “homo-
lia”, de insipidez y decadencia universales, presenciamos cómo se
despoja a la fe y a la esperanza de su contenido sobrenatural. La fe
en Dios se ha convertido en “fe en el hombre” (somos así más “frater-
nos” y hasta “camaradas”). La esperanza del Cielo ha derivado hacia
los “paraísos terrestres”. En otras palabras, es el enloquecimiento de
las virtudes cristianas del cual habló Chesterton. Así, la caridad, una
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vez despojada de sus coordenadas, queda rápidamente reducida a un
mero “humanitarismo” que constituye la más grave falsicación de
la caridad y del Cristianismo mismo, del cual aquella constituye el
núcleo esencial.
Pero nuestros pequeños revolucionarios, habiendo aprendido la
lección, a saber, que no se destruye verdaderamente sino aquello que
se logra reemplazar, se apresuraron a encandilar nuestros ojos de
cristianos ingenuos con otras esperanzas de nuevos destinos.
Y el mundo moderno haya visto desarrollarse así las diferentes
formas de mesianismo temporal, la diversidad de los nuevos mitos:
Razón, Estado, Nación, Proletariado, Soberanía Popular, Raza, Li-
bertad, Igualdad, Progreso, Opinión Pública, Técnica, Socialización,
Pleromisación, etc., etc. Y sin embargo, le fue dicho a Moisés: No ado-
rarás la obra de tus manos… Fue menester inundarnos de criaturas,
para lograr destruir en nosotros la imagen del Creador.
Procediendo de esta suerte, los lósofos modernos cayeron unos
tras otros, en uno de los dos pecados contra la esperanza, según ense-
ña Santo Tomás. El primero es el pecado de la presunción u orgullo,
el segundo, la desesperación. La presunción, uno de los pecados con-
tra el Espíritu Santo, consiste en que el hombre se apoya en el poder
divino para alcanzar lo que contradice a Dios o bien en el hecho de
exagerar los valores del propio sujeto. Este pecado implica, pues, la
aversión del Bien inmutable y una conversión a los bienes perecede-
ros (Suma Teológica, II-II, q. 21, a. 1, 3m). Mientras que la desespe-
ración consiste en que el hombre no espera participar personalmente
de las perfecciones divinas.
Precisamente, cuando examinamos bajo esta luz las distintas
corrientes de la losofía moderna, qué es lo que descubrimos? Las
muestras más acabadas de la presunción y del orgullo. ¿Cómo cali-
car sino el intento cartesiano y positivista de conocerlo todo mediante
el nuevo método universal? ¿Y el “deber” kantiano, erigido en única
norma de moralidad? ¿Con qué nombre designar el Espíritu Absolu-
to de Hegel, que conere a las cosas su existencia, por el sólo hecho
de pensarlas? Feuerbach, por su parte, calica su propio sistema de
“antropoteísmo” y Marx declara enfáticamente que “el hombre es el
ser supremo para el hombre”, mientras Nietzche piensa: “Si hubie-
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ra dioses, ¿cómo podría yo soportar no ser Dios? Por lo tanto, Dios
no existe”. Y el querido Teilhard, que nos instala gratuitamente en
el confortable tranvía de la evolución pleromisante, el cual nos con-
ducirá directamente al Hacia-Adelante… ¡Con cuánta razón armaba
el historiador protestante Ernst Cassirer que desde el Renacimiento
la losofía moderna no había hecho otra cosa que atribuir progresi-
vamente al hombre todas las perfecciones que la teología cristiana
predicaba de Dios!
Si, por otra parte, volvemos nuestra mirada hacia las diversas
formas del pesimismo y la pusilanimidad, ¿qué nombres cabría
atribuir a las corrientes relativistas, al historicismo, a las losofías
del devenir, al psicoanálisis freudiano, al subjetivismo axiológico,
a la ética de la situación, todas las cuales niegan al hombre el ac-
ceso a las verdades “absolutas”? Digno representante de tal actitud
es Jean-Paul Sartre quien ha denido al hombre como “una pasión
inútil”… (Sea dicho al pasar, ¿por qué malgastar tanta pasión si la
vida humana es tan inútil?). En una palabra, son losofías de la des-
esperación, del absurdo, y por lo tanto, de la nada. En un sentido
análogo, cabe recordar lo que el admirable apóstol del norte africa-
no, Carlos de Foucauld, conaba a un amigo: “Cuando comencé mi
ministerio creía que debería basar mi predicación en la humildad y
la paciencia. Jamás sospeché que tendría que exhortar sobre todo la
dignidad y el coraje”…
Dentro del panorama así esbozado, la palma le corresponde al
neomodernismo progresista, ya que ha logrado sintetizar ambos
pecados en una misma doctrina. Por una parte, el progresismo va-
cía los dogmas de toda su sustancia, exigiendo nuevas fórmulas,
todas ellas provisorias, bajo pretexto de adaptación, de superación,
de renovación. Por otra parte, nos promete nada menos que salvar
a la Iglesia (no a todos, sobre todo no a nosotros) convirtiéndola
al Mundo.
Lo menos que puede decirse a su respecto es que tales amateurs de
novedades –y aún más, de “novelerías”– se equivocan groseramente,
como la mayor parte de los amateurs. Su orgullo ilimitado, negación
de la esperanza cristiana, resulta tan antiguo como el mismo Adán.
¿No es acaso reriéndose a nuestro ilustre antecesor que el ya citado
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Péguy hablaba “del más antiguo error de la humanidad”, consistente
en creer que jamás se ha visto nada tan bello, tan perfecto ni tan sutil
hasta la fecha? La estupidez, stultitia progresista –el calicativo es
más bien modesto– consiste en no ver que lo que buscan tan ciega
como desesperadamente, Cristo nos lo había prometido hace ya mu-
cho tiempo. En efecto, ¿qué “superación” más sublime que la visión
de Dios, cara a cara? ¿Qué “progreso”, qué “evolución” más elevadas
que el participar desde ahora de la vida divina, por la Gracia santi-
cante? La verdadera Ciencia del Bien y del Mal, ¿es acaso otra que la
sabiduría de Cristo? ¿Qué felicidad superior a la vida virtuosa? ¿Qué
orden social más armonioso que la “ciudad católica”, respetuosa de
Dios y de la ley natural…? Debe reconocerse al menos, que han incu-
rrido en cierta precipitación.
A todas estas divagaciones, a estos espejismos, la conciencia
cristiana opone y opondrá siempre un NO simple y radical. Re-
chazamos “los mañanas que cantan” pues se transformarán en ge-
midos y chirriar de dientes; rechazamos la “sociedad sin clases”,
que no hace sino encubrir una nueva maquinaria del despotismo
totalitario y tecnocrático y, sobre todo, rechazaremos siempre el
creer que es la Iglesia la que debe intentar salvarse a sí misma
convirtiéndose al Mundo, pues hemos aprendido en nuestro mo-
desto catecismo de infancia que sólo la Iglesia tiene palabras de
vida eterna. Responderemos siempre a ese mundo enceguecido y
atormentado con las palabras de Bernanos: “No, no es con nuestra
angustia y nuestro temor que odiamos al mundo; lo odiamos con
toda nuestra esperanza”.
El cristiano, animado por la esperanza sobrenatural, se halla si-
tuado más allá de todo optimismo fácil y de todo pesimismo desalen-
tador. Sabemos que nuestra vida es una misteriosa combinación de
Pasión y de Resurrección, y nos decimos en voz alta, en este “año de
la fe” que es también el de nuestra esperanza, con Job –pues Job y el
Apocalipsis son las lecturas para los tiempos de tribulación–: Sé que
mi Redentor vive y es por esto que resucitaré de la tierra el último
día; esta esperanza reposa en mi seno. Pese a nuestra condición de
peregrinos, viatores, itinerantes, disfrutamos desde ahora la alegría
de nuestro destino último. Spe gaudentes, dice el Apóstol: Poseed la
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alegría que da la esperanza. Pidamos pues, a Nuestra Señora de la
Santa Esperanza la insigne gracia de nuestra mutua conversión, con-
dición indispensable de una verdadera restauración de la inteligencia
cristiana y de un sano orden social.